“Bienvenidos al Darién, esperamos que lo disfruten”, le gritan al grupo de 60 migrantes que acaban de arribar, con niños en brazos y maletas, en mototaxis y motocarros al lugar, en las afueras de Acandí, donde queda la entrada a esta inhóspita selva.
A la derecha hay un cultivo de plátano, y a la izquierda, un camino destapado que se pierde en la maleza. En el medio están unos hombres uniformados con camisetas rosadas, que llaman ‘asesores’ y guían al grupo, que son marcados con brazaletes que usan en los parques de diversiones, mientras unos metros atrás ocho hombres armados, que se mueven en 4 camionetas Toyota Hilux, vigilan que no haya contratiempos.
Ellos son los que controlan ese camino de barro, que es la única entrada al llamado Tapón del Darién, que lleva de Colombia a Panamá en ocho días de travesía a pie.
Es el punto de no retorno para los migrantes que entran a Colombia en busca de conseguir el ‘sueño americano’. Pasar por allí tiene un precio alto, ya sea en dólares o con la vida. Pero por acá no se migra, se es traficado.
Un equipo de EL TIEMPO recorrió la zona donde el Clan del Golfo y las organizaciones criminales se han aprovechado de la tragedia de los migrantes venezolanos, afganos, haitianos y de otras nacionalidades. La verdad en el Golfo de Urabá es cruel: reinan la muerte, las amenazas y extorsiones, y la explotación sexual.