Enseñanza en el Sumapaz: historia de la profesora Claudia Morales – Bogotá

A las 9 de la mañana del miércoles 29 de marzo, un mensaje de WhatsApp de Claudia Morales nos puso en camino. “Salgan por la bomba, por la principal de Usme y derecho arriba, donde queda una lomita, pasando por la estación de Biter 13 –el Batallón de Instrucción, Entrenamiento y Reentrenamiento del Ejército–, y ahí los voy a estar esperando, en Las Mercedes, frente a un aviso anaranjado”.

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Vamos a entrevistar a la docente del colegio rural La Unión-Usme, en el kilómetro 24 de la vía a San Juan del Sumapaz, donde se ubica el páramo más grande de Colombia, a 3.820 metros sobre el nivel del mar. Es el reservorio de agua más importante de Bogotá, Cundinamarca y los Llanos Orientales. La profe es una especie de heroína de esta localidad rural. Durante el tiempo de la pandemia, fue como los chasquis: esos mensajeros que recorrían los extensos caminos del estado inca, llevando los mensajes del emperador, sin musitar palabra y sin agotarse nunca. Solo que ella cargaba en el morral textos de enseñanza.

La vía es muy sinuosa, con curvas culebreras y arriesgadas, y por las ventanillas pasan cipreses, nabos amarillos y morados, saucos, alisos, eucaliptos y mortiños, que se desparraman impunemente a la vera del camino, entre montañas y ramales de la cordillera. Así vamos pasando por la vereda Chiguaza, repleta de sembradíos de papa y arveja; por la represa de La Regadera, el río Tunjuelo y la vereda El Hato. Y es entonces, 25 minutos después, cuando llegamos al destino. Al borde, parada justo en el camino agreste que lleva a la vereda Las Mercedes, alguien nos levanta la mano. Se acerca una mujer envuelta hasta el cuello con una ruana clara, de pura lana de oveja (hecha por una amiga que está iniciando un emprendimiento, nos dirá después).

“¿Es usted Claudia?”. Asiente con la cabeza y saluda con un simple “buenas”. Luego nos encaminamos al colegio La Unión-Usme.

Le pregunto: ¿Le ha tocado irse a pie hasta el colegio?

“Claro, porque a veces no pasa el bus. Pero solo tardo unas dos o tres horas”, responde. ¿Tres horas? ¿Y no es como mucho?, le digo. “No tanto, me gusta caminar”, responde.

Profe de Usme

La docente trabaja en zonas rurales.

Foto:

Héctor Fabio Zamora | EL TIEMPO

El camino

La mayor satisfacción
fue llegar a las casas, ver la felicidad de los niños cuando veían y me mostraban las cosas que eran importantes para ellos

Cuando la carretera se abre en un inmenso valle, entre unas suaves laderas sembradas de papa y cinco vacas que pastan tranquilas, se divisa el colegio, y al verlo la profe se entusiasma y exclama con regocijo: “Ahí está, ese es”. Al frente se alza un conjunto de edificios de dos pisos, pintados de blanco y cercados por una malla metálica.

Sobre un fondo azul, en letras negras de molde, hay un aviso: ‘Unidad de servicios de salud’, que funciona adosada al plantel. Más abajo, en una placa casi oculta, se les rinde honores a los dignatarios de la junta de acción comunal que iniciaron las obras de este centro de salud, el 14 de abril de 1985; en otra, frente a la cancha de fútbol, a los miembros del Instituto de Recreación y Deportes que lograron el espacio cementado para que los niños jugaran al balón, en 1986. Pero ninguna otra placa rememora o deja constancia de cuándo se fundó el colegio.

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Se sabe que alrededor de una capilla de piedra prensada, de aspecto colonial, en la que ahora funciona un comedor, se empezaron a construir algunos salones que se convirtieron en las aulas de los hijos de los jornaleros de la vereda. Hay dos cuartos con algunos pupitres y mesas coloridas, en donde los niños aprenden las primeras letras.

En la vereda La Unión funcionan los únicos Colegios Rurales de Usme Alto (Crua), conformados por cinco instituciones: Los Andes, en el kilómetro 15 de la vía a San Juan de Sumapaz; Las Mercedes, en el kilómetro 17, y donde vive la profe Claudia; La Mayoría, en el kilómetro 19; La Unión, donde nos encontramos para la entrevista, en el kilómetro 22, y por último el Chisacá, en el kilómetro 24. Todas ellas son conducidas por un solo rector, y como muchos de los niños y niñas de la región suelen cambiar de veredas por cierta inestabilidad laboral de sus padres, que no tienen titularidad de las tierras, o son jornaleros o mayordomos de fincas, se mantienen la misma línea curricular de enseñanza y el mismo proceso de educación.

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Mientras la profe Claudia solicita permiso para ingresar, echamos una ojeada a uno de los salones. En una pared, escritas en crayones y bajo el título de ‘Palabras mágicas’, las máximas éticas y de conducta que los pequeños deben memorizar: permiso, saludamos, perdón, disculpas. Y al lado, en la misma pared, separados por una ventana, los valores que deben practicar: solidaridad, honradez, responsabilidad, respeto.

Su vida

El frío se acrecienta y ya son cerca de las 10:20 de la mañana. Antes de proceder a la entrevista, nos sentamos frente a la cancha de fútbol. En un montículo de piedra y cemento, la profe empieza su relato de vida. Dice que se casó en el 2000, a los 17 años, porque se enamoró de Jorge Morales Guevara, y “como él es nacido en la vereda Las Margaritas, me tocó venirme para estos lados”. Pero aclara enseguida que a esa edad quedó embarazada “y no quería ser mamá”, lo cual hasta cierto punto fue muy frustrante para ella. Empezó su vida de casada y un día, cuando llevaba a su hijo Alexánder al colegio rural de Las Margaritas, se conoció con la profesora María Rosario Tovar, quien se había enterado de su talento para las artes manuales y la entusiasmó para que volviera a estudiar.

“¡Imagínese, cuando por aquí la cultura es muy conservadora y los esposos no dejan estudiar ni trabajar a sus mujeres!”. Contra todos los pronósticos, la Casa Nacional del Profesor (Canapro) ofreció cursos para las mujeres que quisieran validar el bachillerato, y después la profesora María Rosario la alentó a que emprendiera una carrera universitaria.

Ya no había vuelta…

“Pasó una carta a la Universidad del Tolima diciendo que yo era una madre rural, que quería estudiar y que me ayudaran”. Y así fue: de repente, estaba en la Licenciatura en Educación Artística. “A veces no tenía para pagar el semestre y ella me prestaba, o yo me iba a cocinar para los obreros, vendíamos gallinas, las matábamos y hacíamos morcillas de cuello de gallina. Con las utilidades pude graduarme, y con mi esposo sacamos adelante a mis hijos, a Ánderson, que hoy tiene 20 años y estudia en Bogotá, y a Camila, que termina su bachillerato”.

La suerte estaba de su lado. Como los profesores de la vereda sabían de sus habilidades para los trabajos manuales y le encargaban decoraciones para Navidad, el rector del colegio Las Mercedes, Julio Moreno, se puso a su disposición para ayudarla en lo que fuera. “Conseguí un trabajo en Compensar y me contrataron como profesora asistente en la vereda La Unión-Usme, porque nadie quería venir aquí, por la enorme distancia”. Su buena relación con otra profesora, la titular, Nora Ayala, fue la clave para entrar a este colegio, en donde están matriculados solo diez niños.
 
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“El tiempo transcurría apacible en Usme Alto”, comenta la profe. Pero el 6 de marzo de 2020 se confirmó el primer caso de covid-19 en Colombia, se decretó cuarentena total en el país. La vida de Claudia Morales dio un vuelco.

La pandemia

Encerrados en sus hogares, en plena cuarentena, la profe dice que los niños estaban desesperados y las familias no sabían qué hacer con ellos. Así que al rector de los Crua, Julio Moreno, se le ocurrió montar una estrategia que llamó Pilotaje 7484 y consistía, precisamente, en que algunos docentes fueran a dictar clases en los propios hogares. El proyecto se llamó ‘El colegio toca a tu puerta’, del programa ‘Aprende en casa’, y fue diseñado con el apoyo de la Secretaría de Educación del Distrito. La profe Claudia fue una de las cuatro docentes convocadas.

“Empezamos con capacitaciones virtuales durante casi un mes. Nos enseñaron cómo trabajar con familias y niños en casa. Al principio me dio duro, porque uno se fatiga y porque en ocasiones me tocó manejar la depresión de muchos padres por el encierro. Pero la mayor satisfacción fue llegar a las casas, ver la felicidad de los niños cuando veían y me mostraban las cosas que eran importantes para ellos”.

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Tras un año de esfuerzos y entrega, el proyecto concluyó el 22 de noviembre del año pasado. Con cierta melancolía, mientras mira hacia la laguna de Chisacá, que se asoma a lo lejos, y con el sonido de fondo del río Mugroso –“el más limpio de la vereda La Unión”–, la profe rememora los apellidos de las ocho familias a las que acompañó en el proceso de enseñanza a domicilio: los Marroquín Guzmán, Amaya Vela, Agudelo Castro, Betancourt Chavarro, Avendaño Betancourt, Mica Palacios, Martínez Muñoz y Sanabria Penagos.

La profe recorrió a pie, sin inmutarse, los cinco kilómetros entre su casa en Las Mercedes y el colegio La Unión-Usme, y desde allí hasta los hogares de sus estudiantes. Solo del colegio a la residencia de la familia Amaya Vela hay 8 kilómetros de distancia, y otro tanto para el retorno, y aunque a veces se agotaba por el esfuerzo, nunca dejó de visitar a sus pupilos. Tampoco se amedrentó cuando le tocó espantar con una rama, “o con lo que fuera”, a las jaurías de perros que protegen las fincas y le salían al paso por los solitarios caminos.

¿Qué le queda a Claudia?

“Amor y más amor por todos los niños y niñas de la vereda La Unión-Usme. Una satisfacción que es de lo más grande que me ha dado la vida. Y algo más –dice con desparpajo–: haber recorrido como 800 kilómetros a puro pie, porque no podía fallarles a mis estudiantes”.

BERNARDO VASCO
ESPECIAL PARA EL TIEMPO 


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