Sentada en la sala de su apartamento, en el barrio Normandía, la profesora Diana Andrea González Ramos sostiene el celular. Busca los videos que les envió por WhatsApp a decenas de estudiantes de primaria del colegio Nueva Esperanza IED (Usme), durante la pandemia por el covid-19. Por fin los encuentra: está vestida como la Mujer Maravilla, una heroína que en tiempos de confinamiento les asignaba misiones a sus estudiantes. Eran misiones en inglés, para dinamizar las clases .
En el primer video, que está subtitulado en español, aparece ella, la Mujer Maravilla, saludando a sus estudiantes. Esa vez reveló su identidad. ¿Por qué? Porque la misión, que ellos tenían que cumplir en unas semanas, era deletrear su nombre. Y Diana Andrea les demostró cómo hacerlo poniéndose de ejemplo.
—Diana: Di – Ai – Ei – En – Ei
—Andrea: Ei – En – Di – Ar – I – Ei
Pasa al siguiente video: también disfrazada de la Mujer Maravilla, invita a los estudiantes a pintar un arcoíris. Aún guarda uno de los videos que más la enternecieron. Se lo envió Abril, una niña que en el 2020 tenía 7 años.
—Qué tierna —decimos al unísono apenas arranca.
Las superheroínas de Abril son las enfermeras. Por eso, usó una bata blanca para responder la misión. Aparece sentada. “Hello, teacher”, saluda. Sostiene una cartulina sobre la que pintó el arcoíris. Lo repasa en inglés, color por color.
El video no supera el minuto y medio. Durante ese tiempo, Diana, de 41 años y docente, sonríe orgullosa.
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Los superpoderes
En el 2019, Diana y diez profesoras de primaria más idearon un proyecto para incentivar a sus alumnos a desarrollar las habilidades para las que tenían más afinidad. “La idea era que cada niño o niña demostrara cuál era su súperpoder”, cuenta esta bogotana de 1,50 de estatura, pelo liso, piel blanca y unos ojos negros que le brillan cada vez que habla de sus estudiantes. “Buscábamos empoderarlos y decirles que, aunque todos tenemos defectos, tenemos aún más cualidades. Si uno no es bueno en una materia, puede ser muy bueno en otra”.
El 31 de octubre de ese 2019, todos, alumnos y profesoras, llevaron antifaces y disfraces al colegio. “Yo me puse el traje de la Mujer Maravilla —recuerda—. A los niños y niñas les tomamos fotos que íbamos a usar para hacer unos afiches que se pudieran colgar en las paredes, así recordarían cuál era su superpoder”.
Pero a comienzos del 2020, llegaron noticias sobre un extraño virus respiratorio que había aparecido al otro lado del planeta —al otro lado, bien lejos—. Y al poco tiempo se habló de covid-19 y de pandemia y de cuarentena. Los afiches nunca se materializaron.
Cuando pasé el concurso de la Secretaría de Educación Distrital y empecé a trabajar con colegios públicos fue muy chistoso. Yo, toda ilusa, llegué hablando en inglés y, claro, los niños no entendían
“En el colegio nos dijeron que preparáramos unas guías para los estudiantes, por si teníamos que encerrarnos —cuenta la profe Diana—. Y, bueno, alistamos las guías para dos semanas. Recuerdo que los niños fueron a recogerlas y eso salían con paquetotes de papeles de todas las materias”, remata, y con las manos representa el tamaño de dichos paquetes: casi media resma.
Los niños y las niñas se llevaban las guías a sus casas. Las llenaban, les tomaban una foto y las devolvían a los profesores por correo electrónico. Ya se había restringido la asistencia presencial a los colegios. Era una experiencia chocante para Diana. Pensaba que sus estudiantes entre 6 y 10 años terminarían abrumados de leer y llenar tantos papeles. Esa metodología era muy diferente a la que utilizaba la docente en sus clases, que trabaja con cursos de 30 personas, en promedio.
“A ellos les encanta colorear, pintar, hacer trabajos manuales —comenta—. Por eso, les hago actividades y juegos, muchos juegos, para que utilicen el inglés, porque si no, no le van a ver ninguna utilidad. Si yo, que era la profesora, me estaba aburriendo de las guías, ni me imagino ellos”.
Diana no puede con la monotonía. Las rutinas la aburren. Y si se aburre… “no funciono”. Le gusta innovar. Le gusta ver que sus estudiantes interactúan entre ellos. Le gusta que sus clases sean divertidas. Le gusta divertirse.
Pero ese no era el caso durante los primeros días de la pandemia. “Tuvimos una reunión y nos dijeron que seguiríamos virtual. —Diana se lleva las manos a la cabeza y revive la angustia de ese momento—. Estaba muy frustrada, le dije a mi esposo que tenía que hacer algo, no podía continuar así”.
Diana comenzó a echarle cabeza a la situación. Sus dos hijas (Nathalia, entonces de 20 años, e Isabela, de 6) también estaban recibiendo clases virtuales. Las veía desanimadas, cargadas de tareas. La mayor estudiaba para ser delineante de arquitectura; la menor estaba en transición.
“Con Isa fue complicado, porque las profesoras le mandaban las clases para que nosotros se las explicáramos —recuerda la docente—. Mi esposo no tiene mucha paciencia para enseñar, entonces él se encargaba de las cosas de la casa y de entretenernos. Se inventaba juegos. Entonces la enseñanza de Isa la asumí yo, además de continuar siendo profe. Y cuando mi esposo se iba, yo me encargaba de la casa. Fue muy duro”.
Hasta que un día, ya a punto de tirar la toalla, Diana recordó el proyecto de los disfraces y los superpoderes. Se le vino a la cabeza la alegría que sentían los niños al disfrazarse. Así nació la novedosa estrategia para dar clases.
“Le pedí a mi prima que me prestara el disfraz de la Mujer Maravilla —recuerda emocionada—. Mi esposo me compró una SIM card para que pudiera manejar una cuenta de WhatsApp solo para mis clases. Armé grupos con los papás de cada curso y les empecé a mandar los videos con los desafíos”.
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Un rincón de Bogotá
A la profe Diana también le preocupaba que el contacto con una segunda lengua es escaso en el contexto socioeconómico en el que viven sus estudiantes: “Tienen situaciones difíciles. Sus papás trabajan todo el día y pasan mucho tiempo solos. Los niños escuchan reguetón a diario, o sea, no se familiarizan con la música en inglés. No se les incentiva a leer y algunos no comen sino una vez al día”.
El colegio Nueva Esperanza IED está ubicado en el barrio La Cabaña (localidad de Usme) y limita con el área rural de Bogotá. Es uno de los últimos barrios del suroriente de la capital y tiene una vista panorámica del borde sur y sus montañas. Hace parte de la Unidad de Planeamiento Zonal (UPZ) La Flora, que agrupa otros 15 barrios habitados por familias de estratos 1 y 2.
La zona fue ocupada, a partir de la segunda mitad del siglo XX, por campesinos provenientes de Boyacá, Meta y Cundinamarca. Según la Secretaría Distrital de Planeación, había sido habitada de manera ilegal y, por eso mismo, no contaba con la infraestructura adecuada. No había vías pavimentadas ni andenes.
En el 2006, la Alcaldía de Bogotá reglamentó la UPZ La Flora y los propietarios de casas en el sector pudieron acceder a los programas de Mejoramiento de Viviendas y Legalización de Barrios. Por eso, hoy la mayoría de las construcciones están en mejor estado que antes. Son viviendas de dos o tres pisos, de ladrillo. Todas las calles son empinadas y están pavimentadas.
Les explicamos que un superhéroe es aquel que tiene el poder de transformar algo. Si sus papás eran recicladores, eran superhéroes porque transformaban lo que las personas botaban en algo útil
Alrededor del colegio hay locales comerciales. Las dos sedes —ambas de ladrillo, con edificios de cuatro pisos— tienen murales alusivos al cuidado de la naturaleza: están plasmadas las montañas sobre las que se cimentó el barrio. En una sede están los alumnos de bachillerato. En la otra, los de primaria; en esa trabaja Diana González, la Mujer Maravilla, que vive en la localidad de Engativá.
Algunos de los padres de los estudiantes son vendedores ambulantes, recicladores o trabajan en otros oficios informales. El proyecto de Diana también buscaba empoderarlos a ellos: “Les explicamos que un superhéroe es aquel que tiene el poder de transformar algo. Les decía, por ejemplo, que si sus papás eran recicladores, eran superhéroes porque transformaban lo que las personas botaban en algo útil. Después, algunos empezaron a hacer sus disfraces con papel o cartón”.
En julio del 2021, regresaron las clases presenciales, dos horas a la semana. Y a Diana le volvió el alma al cuerpo. El regreso facilita el contacto con sus estudiantes y, en algunos casos, es un respiro para algunos, que viven situaciones difíciles en sus casas, como violencia intrafamiliar, y ven en el colegio un escape.
Estamos en una de esas clases, con el grado cuarto. La profe repasa el abecedario en inglés. Hay 28 estudiantes en el salón. Activos, a veces entre gritos, deletrean los objetos que Diana les muestra en una hoja de papel. Están sentados en seis filas de cinco puestos. Al fondo del salón, un ventanal deja ver el sur de Bogotá.
—Bi – I – Di (bed) —dice uno de los estudiantes.
—Bi – Ei – Ti (bat) —grita otra, cuando se le pide deletrear la palabra murciélago
Jimena, de 9 años, se divierte. “A mí me gusta mucho el inglés —dice, mientras repasa un diccionario. Y recuerda cómo fue tomar clases durante la pandemia—: Una de las tareas era describir una mascota. Yo también me disfrazaba de la Mujer Maravilla, como la profe, y describí a mi gatico, Jerry, que es blanco y tiene los ojos azules”.
—¿Y todo lo hablabas en inglés?
—Sí, y pues me ayudaba mi mamá. Me acuerdo de que la profe nos dijo que le explicáramos qué superhéroe éramos. Yo escogí a la Mujer Maravilla porque es muy fuerte y puede hacer todo lo que quiere
—¿Cuál era tu superpoder?
—Ser piloto. Cuando sea grande quiero ser piloto, pero primero debo aprender inglés.
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Vocación docente
Diana es consciente de que las horas de inglés que reciben sus estudiantes son pocas, comparadas con las de otros colegios. Sabe que es una desventaja, por ejemplo, a la hora de ser evaluados en pruebas nacionales. Pero ella, igual, hace su mayor esfuerzo.
“Cuando pasé el concurso de la Secretaría de Educación Distrital y empecé a trabajar con colegios públicos fue muy chistoso —cuenta entre risas y se sonroja—. Yo, toda ilusa, llegué hablando en inglés y, claro, los niños no entendían. Eso fue con grado quinto. Empezaron a gritar y a lanzar papeles”.
Antes, Diana trabajaba en un colegio privado, ubicado en la vía Suba-Cota. Cuando entró a trabajar con el distrito, le asignaron por azar el colegio Nueva Esperanza, que le queda a más de una hora de su apartamento. “El contraste es grande. Yo venía de un colegio en el que los niños recibían todas las clases en inglés, desde Matemáticas hasta Ciencias —recuerda, por eso, el primer desafío fue pensar cómo llegarles a sus nuevos estudiantes—. Cuando les revisé los cuadernos, descubrí que solo los ponían a hacer planas. Claro, ¡así cómo iban a aprender inglés!”.
Su estrategia, primero, fue acercarse no en tónica de docente, sino como una persona cualquiera. Escucharlos, comprender sus dolencias, ponerles atención. Tratar de entender lo que sentían. Así, se fue enterando, por ejemplo, de que muchos llegaban al colegio sin haber desayunado. Y fue construyendo una relación, basada en la confianza.
El juego siempre ha sido su aliado. De hecho, cuando se graduó de Español y Lenguas Extranjeras en la Universidad Pedagógica Nacional (UPN), su trabajo de grado estuvo relacionado con el uso de los juegos para el aprendizaje de una segunda lengua. Y es paradójico que terminara enseñando inglés, porque al terminar el pregrado hizo énfasis fue en francés. “Yo hablaba mejor francés que inglés. Pero cuando empecé a buscar trabajo vi que había pocas oportunidades. Entonces decidí que me iba a ir a Estados Unidos con un programa de intercambio, pero fue una decisión muy difícil de tomar”.
Y cómo no iba a ser difícil, si ya vivía con su esposo y su hija Nathalia, entonces de 6 años. “Él me dijo que me fuera y mi hija se quiso quedar con él. Fue una experiencia muy dura, porque somos muy unidos”. Regresó en el 2008, encontró trabajo en el colegio privado, completó una maestría en Lingüística Aplicada a la Enseñanza del Inglés (en la Universidad Distrital Francisco José de Caldas) y en el 2010 pasó a ser profesora del distrito.
Diana está convencida de que la educación es la mejor herramienta contra la desigualdad. “Creo que es la base del progreso de una familia”, señala, en uno de los recesos de sus clases en el colegio Nueva Esperanza. “Si una persona estudia, cambia el futuro de toda la familia”.
Por eso, al final de cada año escolar, los profesores hacen colectas de dinero para comprarles los formularios de inscripción en universidades públicas a los mejores estudiantes del colegio. “Yo quisiera que todos tuvieran las mismas oportunidades”, dice un poco frustrada. Y para ayudar a que eso mejore, aunque sea un poco, esta Mujer Maravilla de carne y hueso está dispuesta a hacer lo que sea necesario. Al final, eso es lo que hacen los superhéroes.
MICHAEL CRUZ
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