Desde la pandemia, algunos trabajadores de todo el mundo han adoptado la tendencia de “renunciar silenciosamente”, en la que en realidad no abandonan sus trabajos, sino que intentan realizar la cantidad mínima de trabajo necesaria para evitar la atención negativa.
El término vino a la mente durante el aterrador estallido de violencia relacionada con las drogas en Ecuador hace unos días, en el que pandillas secuestraron a policías y guardias penitenciarios, invadieron un canal de televisión y paralizaron Guayaquil, la capital empresarial.
En respuesta, el presidente conservador Daniel Noboa prometió tomar medidas enérgicas, calificando a las pandillas como “grupos terroristas” y ordenando al ejército que arrestara a cientos de presuntos líderes de los carteles.
Si Noboa revierte el actual rumbo, sería una especie de novedad. Hoy en día, varios países latinoamericanos claves, incluido México, parecen estar avanzando en la dirección opuesta: abandonando silenciosamente la guerra contra las drogas.
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Renunciar silenciosamente en el mundo empresarial se ha descrito como una forma de afrontar el agotamiento o la falta de compromiso con la misión principal del trabajo. Es fácil entender por qué algunos líderes regionales podrían estar sufriendo la misma aflicción sin, como sugiere el término, estar dispuestos a decirlo públicamente.
Más de 50 años después de que Richard Nixon declarara a los estupefacientes “enemigo público número uno”, y a pesar del Plan Colombia, la Iniciativa Mérida y otras enérgicas iniciativas antidroga de los gobiernos latinoamericanos a lo largo de muchas décadas, tanto la oferta como la demanda han seguido alcanzando nuevos récords. La producción mundial de cocaína se ha duplicado en la última década, según estimaciones de la ONU. Casi toda la materia prima se cultiva en solo tres países: Colombia, Perú y Bolivia.
El perfil de los consumidores también ha evolucionado. Mientras que Norteamérica sigue siendo el principal mercado de cocaína, con cerca del 30 % de los consumidores mundiales, ahora hay tantos consumidores en América Latina y el Caribe (24 % del total mundial) como en Europa, según estimaciones de la ONU. Asia (11 %) y África (9 %) también han experimentado un aumento de la demanda.
Las rutas del contrabando han cambiado en respuesta a esto, lo que ayuda a explicar por qué países antes pacíficos como Ecuador, Chile y Uruguay han experimentado picos de violencia, ya que las bandas luchan entre sí, y a veces contra los gobiernos, por el control de los puertos y otros territorios.
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Algunos gobiernos, sobre todo El Salvador de Nayib Bukele, han redoblado la lucha.
Pero otros, ante lo que consideran la inutilidad de la guerra contra las drogas, aunque no están dispuestos a arriesgarse a ser considerados parias renunciando por completo a ella, parecen estar dando marcha atrás –silenciosa y a veces sutilmente–.
En México, Andrés Manuel López Obrador ha evitado las tácticas de sus predecesores inmediatos, quienes enfrentaron a los carteles con un vigor sin precedentes a partir de 2007 y vieron cómo la tasa de homicidios de México se cuadruplicó durante la siguiente década, mientras que los flujos de drogas no disminuyeron de manera duradera.
‘Guerra imaginaria’

Andrés Manuel López Obrador, presidente de México.
Isaac Esquivel. EFE
López Obrador ha descrito repetidamente a las drogas como un problema principalmente de Estados Unidos, uno de “decadencia social”, y no mencionó el tema en absoluto en su último discurso sobre el Estado de la Unión.
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Aunque México ha seguido llevando a cabo obedientemente algunas detenciones e incautaciones, sucesivas delegaciones de funcionarios estadounidenses han visitado el país en los últimos meses para tratar de instar al Gobierno a tomarse más en serio la lucha contra las drogas, especialmente contra el fentanilo. Una reciente investigación de Reuters descubrió que, incluso cuando México hace redadas en laboratorios de drogas, la mayoría ya están abandonados, lo que llevó al senador republicano Chuck Grassley a acusar a López Obrador de llevar a cabo “una guerra imaginaria contra las drogas” (hace unos días presentó un proyecto de ley para prohibir el fentanilo).
Algunos observadores mexicanos llegan a conclusiones similares. “El propio presidente, con su retórica de ‘abrazos y no balas’, sus gestos corteses con miembros de familias criminales y sus alusiones a Estados Unidos como principal interesado en combatir a algunas organizaciones criminales, parece estar enviando un mensaje de que la lucha contra el crimen es un tema alejado de su voluntad”, escribió el destacado analista de seguridad Eduardo Guerrero en una columna reciente.
En Colombia, que produce alrededor del 60 % de la coca mundial, el presidente Gustavo Petro ha afirmado que “la guerra contra las drogas fue un fracaso”, y presionó a otros líderes latinoamericanos en una cumbre celebrada en septiembre para que trataran el consumo de drogas principalmente como un problema de salud pública. Aunque el gobierno de Petro ha continuado con algunos esfuerzos de represión, la erradicación manual de plantas de coca ha caído casi un 80 % en el último año, según datos de la Policía Nacional. El cultivo se ha disparado un 65 % desde que comenzó la pandemia (bajo un gobierno anterior), alcanzando nuevos máximos históricos.
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En otros lugares se observan tendencias similares, aunque no idénticas. En Bolivia, donde los cultivadores de coca son un importante electorado del partido en el poder, la aplicación de la ley parece desde hace tiempo poco entusiasta. La volatilidad política de Perú ha socavado la interdicción de las drogas en ese país, según las autoridades. Aunque el Gobierno de Brasil ha militarizado recientemente la seguridad en algunos puertos y aeropuertos, algunos funcionarios afirman en privado que esperan no perturbar el tímido equilibrio entre las dos principales bandas de narcotraficantes del país. Y, por supuesto, el régimen de Venezuela abandonó la lucha antidroga hace años, permitiendo a los funcionarios enriquecerse con el contrabando.
No son una panacea
Ninguna de estas estrategias puede considerarse una panacea. En el México de López Obrador, la tasa de homicidios ha descendido ligeramente. Pero los carteles, aparentemente sintiendo menos presión, han expandido dramáticamente la extorsión, el secuestro y el robo mientras compran cada vez más políticos, escribió Guerrero. Una dinámica similar puede encontrarse en São Paulo, donde el Primeiro Comando da Capital opera con considerable impunidad. Las tasas de homicidio se encuentran entre las más bajas del continente, pero la banda controla amplios sectores de la economía, como la extracción ilegal de oro y la tala de árboles en el Amazonas, y mata a cualquiera que se interponga en su camino.
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Aun así, es un equilibrio que muchos funcionarios parecen dispuestos a mantener, por considerarlo un conjunto de problemas mejor que el caos desatado por la
confrontación directa.
Lo irónico es que la última crisis de Ecuador parece haber sido presagiada por una oleada previa de renuncias silenciosas. Según algunos observadores, la presidencia de Rafael Correa (2007-2017) siguió una estrategia acomodaticia con los carteles mientras estos ampliaban drásticamente sus operaciones en el país. Cuando los gobiernos siguientes trataron de detener a jueces y policías cooptados por las bandas, los carteles arremetieron contra ellos, lo que ayudó a explicar la violencia de principios de enero.
Queda por ver si el abandono silencioso es realmente una tendencia novedosa o solo un nuevo nombre para un comportamiento antiguo y cíclico, tanto en el lugar de trabajo como en la política antidroga.
BRIAN WINTER (*)
AMERICAS QUARTERLY
(*) Editor en jefe de Americas Quarterly y un experimentado analista de la política latinoamericana, con más de 20 años siguiendo los altibajos de la región.

