Club El Nogal: 20 años del atentado con carrobomba – Bogotá

Era un viernes por la noche –día y hora elegidos para hacer todavía más grande la tragedia–. En el club El Nogal había por lo menos seiscientas personas. En el restaurante, el bar, las canchas de squash, el parqueadero, los pasillos, los baños, la cocina. En cualquier rincón: hombres, mujeres, niños; padres, madres, abuelos. Una pareja que planeaba casarse, un grupo de niñas que alistaba su presentación de ballet. Negocios a punto de surgir, relaciones por empezar.

Todo quedó detenido a las 8:05 de la noche de ese 7 de febrero.

Primero fue el estruendo, un ruido ensordecedor. Después la oscuridad. A los pocos segundos las llamas que subían veloces y rodeaban a todos sin dar tregua. Gritos, muros que caían, llanto, el humo que entraba en los pulmones y no dejaba respirar. En un instante: la vida convertida en muerte.

–¿Explotó la caldera? –alcanzaron a preguntarse muchos.

Atentado al club El Nogal, el 7 de febrero de 2003.

Afuera empezaron a oírse las sirenas de bomberos y ambulancias que llegaban a prestar auxilio en uno de los lugares más exclusivos de Bogotá. Ubicado en el corazón del llamado “nuevo centro internacional” –carrera séptima con calle 78– el club El Nogal se había consolidado en menos de una década de existencia como punto de encuentro predilecto de empresarios y políticos. También de artistas y de familias. Pero sobre todo era reconocido por albergar reuniones de negocios y de los grandes dirigentes. Algunos lo llamaban la “segunda Casa de Nariño”. Ahora este lugar ardía en llamas por cuenta de un carrobomba. Doscientos kilos de un poderoso explosivo enmascarados entre la silletería, el baúl y las puertas de un Renault Megane rojo modelo 2003 que había ingresado hacia las siete de la noche por la entrada de la carrera Quinta y parqueado en un lugar estratégico con el fin de causar el mayor daño a la estructura del edificio. Por supuesto: estos datos –el carro, el color, el modelo, la hora, la entrada, el lugar– se conocieron días después. Hasta ese momento, cuando las sirenas no dejaban de sonar, la carrera séptima era solo un río de sangre y caos.

Catorce carros de bomberos intentaban reducir las llamas que amenazaban con extenderse a todo el edificio. Los socorristas atendían el llamado de los heridos y hacían lo imposible por rescatar a más personas con vida. Adentro: el horror. Sobrevivientes que soltaban un hilo de voz pidiendo auxilio. Con su cuerpo fracturado, quemado o asfixiado por el humo y el polvo. Algunos inconscientes, otros muertos. La onda explosiva había conseguido perforar las placas de concreto de varios pisos y muchas personas caían de un nivel a otro. Desesperados por salvar sus vidas, algunos se arriesgaron a lanzarse a las casas vecinas que también estaban destruidas. Treinta y seis personas murieron. Ciento noventa y ocho resultaron heridas. Socios del club, visitantes, empleados. La tragedia los unió a todos.

Cada 7 de febrero…

Veinte años atrás, Catalina Peláez no se había graduado de Artes en el Trinity College de Connecticut. Tampoco había llegado a ser la raqueta número uno de squash en el país ni ocupado el puesto 56 en el mundo. Eso vendría después. Veinte años atrás, Catalina era una niña de once años que, esa noche, poco antes de las ocho, estaba en la cafetería de El Nogal terminando de comer una hamburguesa. Su mamá había salido a recoger a su hermano, que la esperaba a unas calles de allí. Catalina se levantó a firmar la cuenta. Entonces vino la explosión. El edificio se sacudió y ella cayó al suelo. Cubierta de escombros, incapaz de moverse un solo centímetro por el dolor en todo su cuerpo, trataba de hacer señales con sus manos para que la vieran y la rescataran. Catalina –que ya entonces era una promesa del squash– sufrió fracturas de tibia, peroné, húmero, además de una cortada profunda en su rodilla izquierda.

Ella sabe de qué vamos a hablar cuando recibe mi llamada. Se acerca un 7 de febrero y –ya sea porque otros le traen el tema o porque ella misma lo lleva adentro– su memoria vuelve a revivir cada instante. “En lo psicológico, ha sido más duro siendo mayor de edad –dice Catalina–. En ese momento tenía once años, no veía noticias, no tenía clara la situación del país. Con el paso del tiempo uno entiende más cosas”. Y muchas de esas cosas le han causado dolor. También, de alguna manera, carga todavía con consecuencias físicas. Si bien Catalina ha logrado consolidar una carrera de éxitos en el squash –con títulos tan importantes como las medallas de oro en los Juegos Panamericanos de Lima o los Suramericanos de Medellín– hace dos años no compite en alto nivel por cuenta de una lesión en su rodilla izquierda que la llevó al quirófano y que es posible que se deba a las heridas que sufrió en el pasado.

Eso le removió momentos de frustración, pero ya se han ido. Su plan ahora es regresar pronto a las canchas. Hace poco, Catalina asistió a un encuentro de reconciliación con los autores del atentado. Logró ver de frente a quienes por fin, después de largos años, reconocían su responsabilidad.

La fachada del club, casi en su totalidad, quedó destruida como efecto de la onda explosiva.

Entró con socio de club

Desde la misma noche en que la bomba explotó, el nombre de las Farc apareció como directo causante. Su plana mayor, sin embargo, se encargó de enviar extensos comunicados en los que se desvinculaban del hecho. Pero los resultados de las investigaciones fueron sumando dato tras dato. Organismos de inteligencia colombianos, apoyados por agencias estadounidenses, se enfocaron en encontrar el más mínimo detalle que pudiera esclarecer lo sucedido. Las pistas halladas los dejaron concluir que el atentado había sido calculado con varios meses de antelación y ejecutado tras un minucioso estudio del lugar.

La ubicación del carro que llevaba el explosivo les demostraba eso: estaba junto a una columna principal de la edificación, con un espacio abierto a su lado que le permitió recibir desde la calle las ondas que activaron su detonación, y además ubicado en el último nivel del parqueadero –lo que aseguraba un impacto hacia arriba y hacia abajo. Era un lugar que difícilmente iba a estar desocupado un viernes por la noche, lo que los llevó a deducir que alguien que se encontraba en el club había colaborado en su ubicación.

Cuando llegó a manos de los investigadores, ese vehículo era solo chatarra. Sin embargo, un pedazo de hierro de no más de veinte centímetros les dio otra clave: tenía unos números que parecían ser de la carrocería. Esto los condujo a un concesionario donde relacionaron el dato encontrado con la cédula del que aparecía como comprador, pero resultó ser un documento robado. El retrato hablado que hizo el vendedor de la persona que había ido al concesionario en busca de un carro “sobrio y lujoso” los condujo a un nombre: John Freddy Arellán Zúñiga, que había sido identificado por Medicina Legal como una de las víctimas mortales del carrobomba.

A las seis de la mañana se reanudaron los trabajos de remoción de los escombros en las zonas más afectadas. Se confirmó que se trató de un atentado terrorista y se iniciaron las investigaciones.

Foto:

Archivo / EL TIEMPO

Arellán –instructor de squash, de 26 años– había conseguido hacerse socio de El Nogal mediante una acción adquirida por la empresa Invernar Ltda., creada como fachada. Cuarenta millones de pesos fue lo que pagó por la acción –seis meses antes del atentado– y treinta y ocho millones por el Megane, comprado poco tiempo atrás. ¿De dónde venía todo ese dinero en un joven con las cuentas bancarias casi vacías y un historial laboral lleno de despidos por faltas disciplinarias? Para los investigadores, era claro que detrás de él había un estructurado y siniestro andamiaje. Todavía fue más evidente cuando visitaron la sede de su supuesta empresa de invernaderos –de la que aparecía como subgerente– y descubrieron una libreta escrita a mano en la que aparecían señales de seguimiento a altos personajes de la política nacional.

La noche de la explosión, Arellán llegó al club en otro vehículo –una Toyota Land Cruiser– entró con su carné de socio y les advirtió a los vigilantes que esperaba a un invitado. En efecto, poco después –según las minutas y los videos de seguridad que los investigadores lograron recuperar–, ingresó el Megane. ¿Quién iba en el vehículo cargado de explosivos? Pruebas de ADN realizadas a los mínimos restos humanos encontrados en el carrobomba permitieron identificar a la persona que lo conducía: Oswaldo Arellán Barajas, tío de John Freddy.

Al tiempo que se analizaban los cuerpos y los restos de los vehículos, las autoridades recibían información de testigos bajo protección que revelaron la forma como los Arellán habían sido contactados por una célula de las Farc de la que, precisamente, hacía parte otro familiar: Hermínsul Arellán, alías Pedro. Toda la corriente de evidencias seguía conduciendo al grupo guerrillero, puntualmente a su columna Teófilo Forero. A los investigadores, sin embargo, les llamaba la atención lo siguiente: ¿por qué, si los dos Arellán que ingresaron al club tenían el control del artefacto explosivo, habían muerto en el hecho? Según el mismo testigo, la bomba tenía un doble sistema de detonación. Los Arellán conocieron uno, no el otro. Para ellos, la bomba debía explotar a las diez de la noche, lo que les daba tiempo para salir del lugar. Pero los autores intelectuales decidieron activarla antes con el fin de no dejar ningún rastro que pudiera involucrarlos.

‘Fue un error sin justificación’

En el 2003, a un año de haber fracasado el intento de paz en El Caguán y ya en pie la política de seguridad democrática del presidente Álvaro Uribe Vélez, las Farc habían amenazado con aumentar sus acciones en las ciudades. De hecho, ya habían sumado varias durante los meses anteriores y su intención era dar un gran golpe en la capital. Una ofensiva que a los bogotanos los llevó a recordar los peores años del narcoterrorismo de Pablo Escobar. Sin embargo, el grupo guerrillero se empeñaba en negar cualquier relación con el atentado de El Nogal. Solo tras la firma de la paz –y ante la JEP, la Comisión de la Verdad y los representantes de los países garantes del proceso que condujo a su desmovilización– sus dirigentes terminaron por aceptar.

El atentado es catalogado como uno de los peores en la historia reciente de Colombia. Según uno de los guerrilleros de las Farc, detenido por el hecho, el plan era detonar más bombas en la ciudad.

Foto:

Archivo / EL TIEMPO

–Fue un error que no tiene justificación –dijo el exjefe guerrillero Carlos Antonio Lozada–. La mayor equivocación que tuvieron las Farc.

–Un acto atroz que jamás debió haber ocurrido –afirmó Rodrigo Londoño, que lideró la guerrilla con el alias de Timochenko.

Que lo hicieron porque El Nogal “era un centro de operaciones contrainsurgentes”. Porque allá “se reunían agentes del Estado con paramilitares” para planear acciones contra la guerrilla. Eso dijeron, como si un acto de esas características, contra civiles, pudiera tener alguna excusa. Como si por eso, por ejemplo, Milton Ricardo Martínez hubiera tenido que morir. Milton llevaba un año en el club trabajando como guardia de seguridad. Esa noche, la del 7 de febrero, su turno era de seis de la tarde a seis de la mañana. Tenía 27 años, una esposa y tres hijos de 7, 5 y un año. Alcanzó a sobrevivir tres meses, aunque afrontando varias cirugías por cuenta de las graves fracturas cerebrales que le causó la explosión. Murió el 13 de mayo siguiente al atentado. “Nada repara el daño que ellos hicieron –dice hoy Jacquelin Grande, su esposa, ahora su viuda–. Dejaron a mis hijos sin un padre. Destruyeron mi hogar”.

Jacquelin no ha asistido a las reuniones que algunas víctimas han tenido con los antiguos líderes de las Farc. No la han convocado, aunque hubiera ido: “No sé por qué razón pusieron esa bomba, pero no pensaron en la magnitud del daño en personas inocentes –dice–. Ha pasado el tiempo, ya hay cicatrices. Pero queda el dolor”. Tanto ella como Catalina Peláez, y otras tantas víctimas, sienten que aún falta por conocer toda la verdad. “Se sabe un pedazo, falta el otro, el del Estado”, dice Catalina. ¿Se tenía o no información de que algo así podía suceder? ¿Hubo algún tipo de reuniones que terminaron por exponer a personas civiles? ¿Se pudo haber prevenido tanta muerte? Les quedan preguntas, pero reconocen que se ha avanzado hacia la reconciliación. “Es un paso: aceptar, pedir perdón; eso es parte de un ciclo que hay que cerrar para poder seguir”, agrega Catalina.

Es lo que buscan todas las que personas que afrontaron el horror esa noche de febrero y lograron sobrevivir: sin negar las cicatrices que se ven en sus cuerpos ni las que llevan guardadas muy adentro, quieren seguir adelante.

MARÍA PAULINA ORTIZ
Editora de LECTURAS


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