Entre el barrio Capri y el sector de Vista Hermosa, de la localidad de Ciudad Bolívar, de Bogotá, una piedra de cuatro metros de largo por uno de ancho que reposa en el suelo, se roba todas las miradas, despierta la curiosidad de los transeúntes e inspira las más descabelladas leyendas por una insólita razón: su forma se asemeja a la de un hombre acostado, con los brazos puestos sobre su vientre.
Este particular lugar recibe el nombre de la ‘Piedra del Muerto’ y, desde hace muchos años, protagoniza una de las leyendas urbanas más populares de la capital. Si bien su historia se ha transformado y matizado con la época y las personas que, al contarla, agregan nuevos elementos, hay varios componentes que perduran en el tiempo: la desobediencia, la tragedia y la desgracia.
Una fatídica maldición maternal
Cuenta la leyenda que mucho antes de que Ciudad Bolívar se convirtiera en el complejo urbano que es hoy en día, repleto de casas, construcciones y caos citadino, existió una familia de pastores cuya labor era cuidar las ovejas en las laderas del sur de Bogotá.
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Álvaro Cristancho Lozano, en su libro ‘La leyenda de la Piedra del Muerto’, recuerda que en una desafortunada mañana, la madre insistió a su hijo para que se levantase de la cama, tomase el desayuno y se apresurase a pastorear los rebaños, como era costumbre; no obstante, lo único que obtuvo fue una negativa por parte del joven.
El muchacho, guiado por la terquedad y la pereza, decidió hacer caso omiso a las órdenes de su madre. En su lugar, lanzó un reclamo cargado de furia mientras aún se encontraba en la cama: “Déjeme dormir tranquilo. No sea cansona, no me moleste más”.
Así como el joven desobedeció las súplicas de su madre; la mujer, de origen campesino, hizo lo mismo con la petición de su hijo y le sirvió el desayuno. A regañadientes, el chico salió de la habitación para posarse encima del tablón -que hacía de comedor- e introdujo sin ganas a su boca la arepa y la sopa hirviendo que la mujer le había servido como primera comida del día.
Después de haber llevado los alimentos a su boca, sin saborear siquiera, pasó su dedo pulgar por el plato para recoger las migajas pegadas en el fondo. Acto seguido, se levantó de su silla, se dirigió al umbral de la puerta, tomó el bastón de pastoreo y dejó la antigua casa, sin despedirse de su progenitora.
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Mientras que el muchacho cumplió su labor de pastorear las ovejas aquella mañana, al tiempo que se quejaba de su suerte; la mujer se sumió en llanto desconsolado e imploró al cielo paciencia, entendimiento y clemencia para poder corregir a tiempo los modales de su hijo. La tristeza hizo de las suyas y, sin quererlo, se quedó dormida encima de la piedra de moler, por lo que se le hizo tarde para preparar el almuerzo que, sagradamente, debía llevar a su hijo a lo más alto de la hacienda.
El joven, como era de esperarse, no pasó por alto el descuido de su madre. Para cuando ella llegó, a las tres de la tarde, las tripas que rugían estruendosamente y la ira, propia de la falta de comida en el estómago, hicieron de las suyas.
“¿Qué son estas las horas de traerme el almuerzo? ¿No ve donde está ya el sol a punto de ocultarse? ¿Es que cree que con viento uno se llena?”, sentenció el muchacho, de acuerdo con el relato de Cristancho.
Aunque la mujer trató de apaciguar la situación, no hizo más que recibir insultos y ofensas por parte de su hijo. En un momento, optó por guardar silencio, pero sus ojos revelaban lo que su interior ocultaba: parecían dos brasas encendidas, al igual que lo hacían sus mejillas.
Al ver la pasiva reacción de su madre, el joven decidió ir un paso más allá. Además de agredirla con insultos y palabras denigrantes, la empujó con sus manos toscas, grandes y repletas de callos. La defensa de la anciana, sorpresivamente, fue arrodillarse e implorar con voz estremecida: “En piedra te habrás de convertir”.
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Lo que sobrevino fue un estruendoso ruido que sacudió a Ciudad Bolívar. La hacienda se llenó de grietas, el olor a azufre invadió el terreno y el lugar se sumió en la oscuridad absoluta. En medio de ese desolador panorama, la madre se apresuró a buscar a su retoño toda la noche, sin éxito.
Quería hallar a su hijo, perdonarlo y abrazarlo, pero lo único que encontró al despuntar el alba fue al joven tendido en el suelo y, para su infortunio, hecho piedra. Ya no quedaba nada de lo que un día había sido, su rostro, sus extremidades y todo él ahora estaban convertidos en roca.
Una leyenda con muchas versiones
La historia anterior es, quizás, una de las que más aceptación tiene; no obstante, no es la única. Otras versiones apuntan a que hace muchos años, cuando Ciudad Bolívar aún conservaba distantes casas de vereda y zonas de pastoreo, un niño rebelde se atrevió a alzar la mano a su madre porque esta no le quiso dar una moneda.
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Al igual que hizo la mujer del relato anterior, sucumbió ante la ira y lanzó una maldición a su hijo. “En piedra te habrás de convertir”, sentenció la progenitora. Sus deseos, según la leyenda, tuvieron sus frutos: el pequeño tropezó y rodó a botes hasta parar muy cerca de una quebrada, donde quedó petrificado para siempre. Eso es lo que hoy se conoce como la ‘Piedra del Muerto’.
Cuenta Cristancho en su libro que la historia ha llegado a tal punto que los habitantes del barrio Capri sostienen que, pese a que la madre maldijo a su hijo cuando este aún era pequeño, la figura de roca ha ido creciendo y engordando, como si se tratase de un hombre adulto. El crecimiento se hace notable porque, supuestamente, trae consigo un temblor de tierra.
Al parecer, no es lo único que hace. Sangra cuando lo golpean, llora cuando lo insultan y, en ocasiones, es presa de los aullidos de los perros. Las madres hasta acuden a la piedra con sus hijos rebeldes para pedirle conversión, nobleza y buenos modales para con los mayores.
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Se tiene la creencia popular de que este sitio, que se encuentra en la lista de los más emblemáticos de la localidad remendados por la Secretaría de Cultura, Recreación y Deporte, hace milagros como conseguir trabajo a los maridos y hacer que las esposas dejen de ser infieles.
“Cuando llegué al barrio Capri, hace 32 años, esa piedra era mucho más pequeña y la gente llegaba a este sitio para pedirle por empleo, por un familiar desaparecido y hasta colocaban sobre ella a los niños o los animales enfermos con la esperanza de que se curaran”, dijo Clara Inés Palacios, una mujer que, para 2005, tenía su casa justo frente al sitio, en diálogo con EL TIEMPO.
Para 1985, la Defensa Civil levantó un pequeño altar en el lugar que, a su vez, estuvo acompañado de una imagen del Divino Niño y una alcancía que, para el año 2005, nunca había sido abierta, pues estaba asegurada con un candado.
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“Los días Santos (los habitantes) escuchan su voz que dice: ‘De aquí me he de levantar un día’”, de acuerdo con el libro ‘La leyenda de la Piedra del Muerto’.
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VALERIA CASTRO VALENCIA
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