Portalibros ABC: la reinvención de José de Jesús Rodríguez Forero – Bogotá


Con 92 años su memoria es fotográfica. Este hombre de corbata, boina y lentes gruesos tiene intacto el talento. Sus curtidas manos son capaces de hacer desde pesadas máquinas o herramientas de trabajo hasta verdaderas piezas de diseño con un pedazo de cuero. José de Jesús Rodríguez Forero cuenta la historia perdida de los portalibros ABC.

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Acepté porque a mí siempre me gustó el diseño. Él se consiguió una prensa que servía para repujar billeteras y artículos pequeños de cuero

Nació en Fusagasugá y dice que estudió en el colegio Ricaurte, “el mejor de la región”, aclara, que en aquella época estaba muy cerca de la catedral. Vivía con sus padres y sus ocho hermanos, pero, al cumplir los 16 años, se fue a vivir a la gran ciudad. “Nací en 1930 y me vine en 1946”, dice sin titubear.

En la Bogotá de antaño se hizo bachiller en el colegio San Bartolomé mientras trabajaba con su amigo Gustavo Castro, quien le pidió que lo ayudara a fabricar artículos de cuero. “Acepté porque a mí siempre me gustó el diseño. Él se consiguió una prensa que servía para repujar billeteras y artículos pequeños de cuero”.

Ahí fue cuando se le ocurrió hacer algo más grande, como un portalibros escolar y qué mejores figuras para decorarlos que los personajes de Walt Disney que por aquella época le daban la vuelta al mundo. El empeño fue tal que se consiguió la licencia para poder plasmar los dibujos en el diseño. “Eso fue en Hollywood, pero me quedó fácil porque yo estudiaba artes y ciencias cinematográficas allá. La licencia me costó 236 dólares, que para ese momento valía 1 peso con 95 centavos”. (Risas)

El 19 de julio de 1951, un año más tarde, José y Gustavo lograron vender el primer portalibros. “Pero yo nunca me imaginé que fueran a tener tanto éxito. El primero fue el único que no tenía color, era de cuero natural, sin pinturas, quemado al natural, con las figuras repujadas que destacaban, los que le siguieron sí”.

El evento fue tan esperanzador que recuerda que quien se lo compró fue un señor llamado Eduardo Ospina, en la avenida Jiménez n.° 9-36 y que le dijo que estaba muy lindo, pero que iba a ser muy costoso para la gente del común. Valía unos tres pesos en aquella época.

Entonces tuvieron que empezar a fabricarlos en un cuero más barato llamado carnaza y plasmarle en colores los ‘monachos’. “Esa es la historia del portalibros. Con el tiempo nos separamos con Gustavo. Él los hizo durante un tiempo y yo me dediqué a otros artículos. Eso fue como en 1956, pero el 1964 él se puso a hacer una urbanización llamada Estrella del Norte y, otra vez, me puse a hacer los portalibros”.

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La prensa

José es un innovador empedernido. Cuando el periódico EL TIEMPO vendió una prensa a un señor llamado Daniel Matallana por 4.000 pesos, él se la compró. No podía perder la oportunidad de masificar su producto. “Esa era en donde se hacía el periódico, por eso es que se le dice la prensa”.

Esta inmensa máquina le permitía repujar mejor el cuero porque hacía presión y las que él tenía perdieron toda la fuerza y se rompieron. Para esa época ya tenía una familia y varias bocas que alimentar. “La mecánica y el diseño me fascinan. Por eso también creé muchas herramientas de metal”. Ahí terminó su historia con los portalibros, pues en 1975 le vendió su industria a Miguel Moreno, quien fue el que finalmente los masificó. “Por eso es que a veces dicen que él fue el creador. Pero fuimos Gustavo y yo quienes lo inventamos”.

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La reinvención

Lo triste es que no encuentro una persona que me colabore, alguien que quiera aprender este arte tan bonito y que de paso me ayude con dedicación

Décadas después, los empresarios lo han seguido buscando para que les haga un portalibros, el original, pero hasta ahora retoma la tarea porque se dedicó por muchos años a crear maquinaria. Para los años 80 logró diseñar una que era capaz de templar el cuero para secarlo. Sus clientes eran los curtidores. “Rudimentariamente había que templar el material con unas puntillas y duraba hasta 15 días en el proceso; con mi creación se podía sacar un cuero por minuto”.

Era una especie de cámara donde cabían unos 60 cueros estirados y templados. “Era un proceso automático. Con ayuda de obreros juiciosos la producción era muy buena. Todo eso me lo inventé yo. Luego llegaron máquinas de otros países, pero eran supremamente caras”.

José vivía en Chapinero Alto y sus clientes eran de San Benito, donde había unas 480 curtiembres, por eso no dudó en devolverse para la tierra que lo vio nacer, Fusagasugá, desde donde además podía llegar más rápido a su destino. Eso fue en 1994. “Terminé de vender las últimas máquinas y volví a ser muy feliz con más calor. Me puse a trabajar en las que necesitaba la región, agrícolas, de alimentos y a manejar fierros pesados”.

Pero en 2019 seguían llamándolo personas para que regresara al cuero. Entonces creó una prensa nueva muy parecida a la que alguna vez le había comprado a EL TIEMPO. “Conseguí los materiales y comencé a idearla”.

Justo cuando estaba emprendiendo llegó la pandemia. “Me cogió en Estados Unidos visitando a una hija. Ahí mismo arranqué para mi tierra y llegué el 15 de marzo de 2020. Al otro día el señor presidente decretó cancelar todos los vuelos internacionales. Me habría muerto del aburrimiento de tristeza allá”.

En el encierro obligatorio se dedicó a trabajar en su máquina mientras en su cabeza llegaban los recuerdos de aquel portalibros que lo había hecho tan feliz. “Pero al momento de mandar a hacer las planchas talladas de metal para repujar no hubo quien me las hiciera; entonces me puse a hacer unas máquinas con mi hijo para tallar metal. Como eso fue tan demorado, pensé que había que idearse un producto rápido de hacer”.

Así fue que en un taller de fotograbado logró que le hicieran una plantilla con el dibujo que le había hecho un ecuatoriano, un repujado. “Con ese modelo le saqué las curvas y comencé a hacer carrieles para mujeres. Le hice el primero a mi familia y luego amigos y conocidos me empezaron a pedir más”.

Poco a poco fue perfeccionando su técnica y hoy, ad portas de superar la pandemia, no da abasto con los pedidos. Claro, solo alcanza a hacer unos 15 al mes. Es una obra de arte que forja con sus manos, pero, sobre todo, con pasión. Ya maneja una paleta de ocho colores y los herrajes que pone son bañados en oro porque nunca le pone piezas ordinarias a sus creaciones. “Lo triste es que no encuentro una persona que me colabore, alguien que quiera aprender este arte tan bonito y que de paso me ayude con dedicación”.

Esa templanza para emprender se ha venido perdiendo, dice, pero agrega que la fórmula es tener voluntad, paciencia e insistencia. “A mi edad no tengo límites. Mi sueño es seguir creando artículos de cuero lindos, originales. A mí nada me detiene. He diseñado hasta ropa interior de mujer”.

CAROL MALAVER
SUBEDITORA DE BOGOTÁ
Escríbanos a carmal@eltiempo.com


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