Desde los años sesenta, con los levantamientos callejeros en París, Ciudad de México y decenas de urbes en el mundo —incluidas muchas de Estados Unidos contra la guerra de Vietnam—, la izquierda arrinconó a los gobiernos de centro y de derecha y promovió cambios políticos. Pero sobre todo, dejó por sentado que las plazas y avenidas eran parte esencial de su patrimonio proselitista. “Ganar la calle” se convirtió así en lema de la izquierda.
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Más de medio siglo después, la izquierda sigue dando pelea en los espacios públicos, como ocurrió a inicios de esta década en Chile y Colombia. Pero ahora, la derecha ha salido a disputarle ese campo. Y al igual que ha sucedido muchas veces con las protestas izquierdistas, además de las marchas, los derechistas han echado mano de la violencia, como hace un año en Washington, cuando los trumpistas asaltaron el Capitolio o este domingo en Brasilia, donde los bolsonaristas hicieron lo propio.
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Miles de simpatizantes del expresidente Jair Bolsonaro, el populista de derecha derrotado a fines de octubre por el izquierdista Luiz Inacio Lula da Silva, transformaron el domingo plantones y acampadas que llevaban varios días, en un asalto a los edificios públicos más emblemáticos de la capital brasileña: el palacio Nereu Ramos, sede del Congreso; el palacio de Planalto, sede de la Presidencia, y el edificio STF, sede del Supremo Tribunal Federal.
Se trata de tres emblemáticas construcciones modernistas de la Brasilia diseñada en los años 50 por el arquitecto Óscar Niemeyer —él mismo, un declarado marxista—, y que enmarcan la plaza de los Tres Poderes. Tras romper las débiles barreras de seguridad, por sus rampas subieron marchistas vestidos con los colores de la bandera nacional y, armados con palos, piedras y petardos, rompieron ventanales, destrozaron puertas y, sobre todo, hirieron gravemente la imagen de la democracia brasileña.
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El recién posesionado presidente Lula no estaba en la capital, pero en cuestión de horas, su gobierno desalojó a los asaltantes y detuvo a más de mil de ellos, que ahora pasarán a manos de los jueces. Aunque el ataque fue controlado sin tardanza, la sensación generalizada es que Brasil sigue polarizado. A Lula le vienen días muy difíciles.
Crisis de legitimidad
Uno de los primeros en reaccionar fue el mandatario cubano Miguel Díaz-Canel: “Condenamos enérgicamente los actos violentos y anti-democráticos (…) que buscan generar caos e irrespetar la voluntad popular”, dijo en su cuenta de Twitter. La declaración tendría validez si no proviniera de un gobernante cuyo mandato no es fruto de la voluntad popular y cuyo régimen carece de legitimidad democrática.
El presidente venezolano, Nicolás Maduro, siguió la misma línea y condenó a “los grupos neofascistas de Bolsonaro que han asaltado las instituciones democráticas de Brasil”. De nuevo, las referencias a la democracia pierden valor al provenir de un mandatario con nulas credenciales en ese campo.
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“El fascismo decide dar un golpe”, dijo en su primera reacción el presidente colombiano Gustavo Petro. Mientras tanto, su amigo el mandatario chileno, Gabriel Boric, juzgó las acciones de los bolsonarista como “inaceptables”. Reunidos el lunes en la tarde en Santiago de Chile, Petro y Boric censuraron con severidad el uso de la violencia por parte de las huestes del ex presidente Bolsonaro.
Y aunque los izquierdistas Petro y Boric tienen más credenciales democráticas que Díaz-Canel y Maduro, sus recientes decisiones los ponen ante una contradicción de hecho: no resulta creíble condenar la violencia de los manifestantes de la derecha, días después de haber indultado a algunos de los más violentos marchistas de la izquierda que protagonizaron gravísimos disturbios, con saldo de muertos y heridos, en las protestas de 2019 y 2020 en Chile, y de 2020 y 2021 en Colombia.
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En efecto, el 31 de diciembre Boric indultó a 12 procesados por su actuación en las protestas contra el gobierno de Sebastián Piñera. Entre los perdonados, algunos contaban con un largo prontuario criminal y, en las marchas, llevaron a cabo ataques que rayaron en el terrorismo.
En cuanto a Petro, desde hace algunos días ha venido dictando controvertidas excarcelaciones de integrantes del grupo conocido como Primera Línea, que protagonizaron ataques violentos que causaron heridas graves e incluso muertes entre civiles y agentes de la Policía.
El encargado de recordárselo fue el diputado argentino Javier Milei, controvertido populista de derecha que lidera varias encuestas presidenciales. “¿Con qué legitimidad —se preguntó— pueden Gustavo Petro y Gabriel Boric reclamar por la violencia en Brasil, si fueron ellos los principales instigadores de las protestas vandálicas en Chile y Colombia y, no contentos con ello, indultaron a los responsables?”, demandó.
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Combinar formas de lucha
La discusión que plantea Milei no es nueva. Ha acompañado el debate político entre izquierda y derecha desde tiempos de la revolución francesa, cuando se supone que esos conceptos nacieron, por la ubicación de las distintas fuerzas en la Asamblea Constituyente de 1789. A la derecha de la gradería los más conservadores y a la izquierda los más radicales.
Tras el fin de la monarquía francesa, dicho sistema político que en muchas oportunidades había acudido a la violencia represiva fue reemplazado por el gobierno republicano del Directorio, que pronto desató una ola de terror cuyo símbolo fue la guillotina. Por ella pasaron no sólo el rey Luis XVI y su esposa María Antonieta, sino otras 16 mil personas condenadas en procesos sumarios especialmente arbitrarios.
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El siglo XIX estuvo marcado por el uso alternado de levantamientos populares pacíficos, con el recurso a la violencia, lo mismo con los ejércitos que liberaron a América latina de España, que con ataques terroristas como ocurrió en Europa occidental e incluso en Rusia. Los marxistas le dieron al asunto el debido marco de praxis política, al bautizarlo como “la combinación de formas de lucha”.
No hay casualidad en la política, los actos (en Brasilia) están claramente inspirados en la invasión del Capitolio.
En la primera mitad del siglo XX, la izquierda perdió por primera vez el monopolio en ese terreno. En los años 20 y 30, los fascistas italianos y los nazis alemanes hicieron de las movilizaciones populares (la marcha sobre Roma que llevó al gobierno a Benito Mussolini, o en Alemania los desfiles con pulcros uniformes y las marchas con antorchas) un instrumento de presión para acceder al poder.
Y, cómo no, combinaron esas manifestaciones con profusión de acciones violentas de grupos paramilitares que actuaban contra quienes se les oponían, o contra las minorías a las que culpaban de todos los males, como sucedió con los judíos, los comunistas o los homosexuales.
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Nada muy diferente de lo que habían hecho los bolcheviques en Rusia unos años antes, que así como llenaban plazas para los discursos de Vladimir Ilich Uliánov, Lenin, y competían en las elecciones cuando la caída del régimen zarista las permitió, también asaltaban edificios públicos: una vez en el poder, desataron una brutal represión que duró siete décadas y asesinó a decenas de millones. Ni Lenin ni Hitler ganaron nunca la mayoría absoluta del parlamento, y fue la amenaza de la violencia o el abierto recurso a ella lo que les permitió hacerse con el poder.
Batalla inconclusa
El asalto este domingo de los bolsonaristas a los edificios públicos en Brasilia, coincidió con el primer aniversario del ataque de las hordas del trumpismo al Capitolio en Washington. Al respecto, Bruna Santos, directora del Instituto Brasil adscrito al afamado Wilson Center, le dijo el lunes a The Miami Herald: “No hay casualidad en la política, los actos (en Brasilia) están claramente inspirados en la invasión del Capitolio”.
Y es que a pesar de enfrentar procesos judiciales por haber instigado desde la Casa Blanca el asalto al Capitolio, y de haber sufrido una caída de varios puntos en el respaldo de la opinión, el expresidente Donald Trump sigue jugando en el pulso político estadounidense.
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Eso sí, parecen haber unos más extremos que el propio Trump. Se trata de la veintena de congresistas que mantuvieron en vilo la presidencia de la Cámara de Representantes una semana obligando a las mayorías republicanas moderadas a comprometerse con una dura agenda legislativa que incluye hasta investigar al presidente Joe Biden.
Si bien el propio Trump intentó instigarlos para que votaran a favor de Kevin McCarthy —quien finalmente fue elegido— parte de la bancada republicana compuesta por trumpistas y populistas de derecha no dio su brazo a torcer creando un hecho sin precedentes desde el fin de la Guerra Civil en ese país. Y aunque los demócratas de Biden ganaron el Senado, la mayoría opositora en la Cámara va a poner en serios aprietos al actual ocupante de la Casa Blanca.
Y algo similar va a suceder en Brasil. Desde Miami, el expresidente Bolsonaro condenó, con cierta timidez, los ataques de sus seguidores a las sedes del poder en Brasilia. Y ahora que cientos están en la cárcel, alguien podría, de manera ingenua, pensar que Lula ha salido fortalecido. Pero lo cierto es que al mandatario brasileño le espera un calvario, pues mientras él le ganaba las presidenciales a Bolsonaro por un margen bastante estrecho, la derecha se quedaba con las mayorías en el Congreso.
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Y allí se jugará un segundo round del asalto al poder de los bolsonaristas, de la misma manera que la Cámara baja de los Estados Unidos será sede de un nuevo capítulo del asalto al Capitolio hace un año. Todo ello porque, lo mismo a izquierda que a derecha, en pleno siglo XXI, la combinación de las formas de lucha, por muy condenable que resulte, sigue vigente.
Mauricio Vargas Linares
Para EL TIEMPO*mvargaslina@hotmail.com
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