El término fue acuñado en un artículo del diario The New York Times. Desde Montevideo, a comienzos de marzo de 2005, poco antes de que Tabaré Vázquez asumiera el poder en Uruguay, el periodista Larry Rohter destacó que tres cuartas partes de los habitantes de América Latina vivían bajo gobiernos de izquierda.
Según el autor del texto, no se trataba de una marea roja –en referencia a banderas comunistas como la de China o la antigua Unión Soviética–, sino una de color rosa. “El socialismo doctrinario importa mucho menos que el pragmatismo, un importante cambio de tono y políticas que hace este momento decididamente nuevo”, decía el corresponsal.
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Ahora la expresión está de vuelta. Basta mirar un mapa de la región para darse cuenta de que el azul con el cual se representaban los mandatarios de centro o derecha viene en franca retirada, desde el sur de río Grande hasta la Patagonia.
Para la muestra está Colombia, cuya tonalidad usual desaparece el próximo domingo con la llegada de Gustavo Petro a la Casa de Nariño. Y falta Brasil, en donde el exmandatario Lula da Silva lidera en los sondeos con miras a las elecciones de octubre y cuya eventual victoria sobre Jair Bolsonaro sería la confirmación de una segunda marea mucho más amplia que la primera.
Bajo ese punto de vista, surgiría una especie de bloque que hablaría el mismo lenguaje en los cuatro puntos cardinales de un área en la que viven 650 millones de personas. Una de sus consignas sería el antiimperialismo, junto con la creación de una identidad auspiciada por el foro de São Paulo, fundado por el Partido de los Trabajadores brasileño en 1990 y que convoca a más de 120 partidos y organizaciones políticas Latinoamericanas.
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Y aunque situarse en dicho escenario es fácil, los expertos insisten en que es mejor no hacer generalizaciones. Para usar la figura cromática, puede ser que la tonalidad rosa sea la norma, pero el barniz cubre las paredes de casas que son muy distintas así compartan el mismo vecindario.
“Se amalgaman indebidamente experiencias y tradiciones que son distintas en cada país”, opina el historiador Enrique Krauze.
Toldos aparte
Sin duda hay elementos en común. Basta recordar que la pandemia golpeó con particular dureza a esta parte del mundo, al desnudar no solo las falencias de la mayoría de los sistemas de salud, sino también al poner de presente la precariedad de tantos que están en la informalidad y dependen de lo que ganan durante el día para sobrevivir.
De acuerdo con las cuentas oficiales, cerca de una tercera parte de los más de seis millones de fallecidos atribuidos al covid-19 en el mundo era de América Latina, que alberga el 8 por ciento de la población del planeta. Factores como el hacinamiento urbano contribuyeron a que el virus se extendiera rápidamente, sin que en muchos casos la infraestructura hospitalaria pudiera atender debidamente a los enfermos, especialmente a aquellos de menores ingresos.
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Como si eso fuera poco, la economía tuvo su peor caída de la historia, dos veces más fuerte que el promedio global. De la mano del descenso en las actividades productivas, vino el desempleo y el aumento de la pobreza, que golpea a uno de cada tres latinoamericanos.
Si bien los gobiernos trataron de responder con gastos focalizados y apoyos directos para los más vulnerables, el efecto fue devastador para muchos. Incluso cuando llegó el momento de la reactivación, resultó evidente que la brecha entre aquellos que cuentan con un trabajo estable y los que no, lejos de reducirse, se había ampliado. La mayor desigualdad exacerbó lo sentimientos negativos que ya se habían hecho evidentes en 2019, cuando millones marcharon en las calles de las diferentes capitales.
Ante semejante realidad, era explicable que el descontento se expresara en las urnas. Tal como es usual en las democracias, el péndulo se fue para el otro lado, pues el ánimo era romper con aquellos que tuvieron que enfrentar la crisis.
“Creo que lo ocurrido se debería entender más como una ola en contra de los presidentes en ejercicio: como la mayoría de los gobiernos de la región eran de centroderecha, la alternancia implica la llegada al poder de la izquierda”, señala Michael Stott, editor para América Latina del diario Financial Times. Casos como el de Ecuador, donde el movimiento fue a la inversa, confirmarían esa afirmación.
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A lo anterior hay que agregar que no hay un conjunto de líderes homogéneos dentro de la marea rosa, sino uno marcado por grandes distancias. El excanciller mexicano Jorge Castañeda habla de tres grupos claramente diferenciables.
De tal manera, en el primero se ubican las dictaduras: Cuba, Nicaragua y Venezuela. Aunque algunos de sus colegas evitan criticarlos públicamente, nadie los quiere cerca. El desprecio de los valores democráticos y la brutal represión ordenada por Miguel Díaz-Canel en La Habana, Daniel Ortega en Managua o Nicolás Maduro en Caracas en contra de sus ciudadanos los han convertido en parias.
Como si eso fuera poco, la pobre calidad de vida es la característica principal de los regímenes opresores. Emigrar es la opción preferida por los jóvenes y aquellos que desean un mejor futuro para sus familias, lo cual sucede con la diáspora venezolana.
Una segunda categoría es la de los socialdemócratas. Gabriel Boric en Chile representa a aquellos comprometidos con el equilibrio de poderes y la ortodoxia económica, con un lenguaje más integrador que divisivo. De volver a triunfar en Brasil, Lula da Silva sería otra vez el líder de esta corriente, pues durante su estancia en el palacio de Planalto mostró mucha más moderación de la que le atribuían sus críticos.
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Aquí la tendencia ideológica se expresa en las políticas de redistribución del ingreso y la riqueza, tanto a través de impuestos como de gasto público. Igualmente, hay una inclinación a desconfiar de los mercados y apoyar la participación del Estado en la provisión de bienes y servicios.
En el tercer cajón se ubican los que buscan responder sobre todo a las demandas de las bases que los escogieron, como Andrés Manuel López Obrador en México o Luis Arce en Bolivia. Ello trae consigo una retórica de antagonismo hacia los críticos que se apoya en la polarización y no en la construcción de acuerdos nacionales.
Incluso en ocasiones surgen decisiones de carácter autoritario, que rompen con las reglas de juego y crean problemas con los inversionistas o tensiones con los países vecinos. Ello mantiene al sector privado en ascuas, pues los vaivenes y las determinaciones de carácter populista se ven con mayor frecuencia.
Algunos presidentes ni siquiera encajan plenamente en los acápites mencionados. Pedro Castillo viene de completar su primer año al frente del Perú y no tiene nada para mostrar, fuera de una rotación interminable de ministros y una popularidad que apenas ronda el 20 por ciento. La que fuera la economía más pujante de la región, ahora apenas avanza por cuenta del desgobierno, sin ver la luz al final del túnel.
Por su parte, Alberto Fernández en Argentina lucha infructuosamente contra la hiperinflación y la falta crónica de divisas. Su peor enemigo no está afuera de la administración, sino adentro, pues la vicepresidenta Cristina Fernández le ha puesto numerosos palos en la rueda, ante lo cual aumenta la probabilidad de una mayor debacle económica.
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A juzgar por los nombramientos y los anuncios hechos, Gustavo Petro estaría dentro del grupo dos, al lado de Boric y eventualmente de Lula. La pregunta de fondo es si con el paso de los meses y el inevitable desgaste que acompaña a cualquier gobierno se mantendrá ahí, representando lo que algunos describirían como el rosa más pálido de la nueva marea.
Con la más fea
Quienes buscan hacer paralelos con la primera oleada de comienzos de siglo subrayan varios elementos novedosos. Para comenzar, está la preocupación con los temas ambientales y el calentamiento global, lo cual se traduce en una agenda verde mucho más asertiva. Ello pone en entredicho el modelo extractivista, basado en la exportación de productos primarios. Al mismo tiempo, aparece la voluntad de apoyar la generación de energías con base en fuentes alternativas no contaminantes, junto con el propósito de métodos de producción más sostenibles.
Como esa transición tiene tanto de largo como de ancho, queda la duda sobre su velocidad y profundidad. Pasar de la retórica a la acción es mucho más complicado de lo que parece, especialmente si exige sacrificios significativos.
Por otra parte, brillan por su ausencia los discursos en favor de la integración. Más allá de que algunos vínculos comerciales se mantengan o de que las compañías multilatinas existan, esquemas como Mercosur o la Alianza del Pacífico ya no motivan ningún entusiasmo. Las cumbres sobreviven a medias, pero cada cual se defiende como puede.
Sin embargo, la verdadera particularidad de la actual coyuntura es el complejo entorno económico. En contraste con la bonanza de precios de materias primas que arrancó un par de décadas atrás y les dio chequera suficiente a los presidentes latinoamericanos de ese entonces para “dar y convidar”, ahora la austeridad es la norma.
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De acuerdo con el más reciente reporte regional del Fondo Monetario Internacional aparecido el miércoles, “la región enfrenta desafíos significativos que incluyen condiciones financieras globales más estrechas, menor crecimiento mundial, inflación persistente y tensiones sociales que se incrementan en medio de una inseguridad alimentaria y energética que viene en aumento”. Así, el organismo recortó su apuesta sobre el crecimiento de América Latina en 2023 en medio punto porcentual, hasta solo el 2 por ciento.
Lo que sucede con el valor de la gasolina en diferentes naciones del área es elocuente. Subsidiarla es la opción de algunos, pero el costo es tan elevado que incide en las cifras fiscales justo cuando la tolerancia a prestarles a países con grandes saldos en rojo en sus cuentas públicas disminuye.
El caso más extremo es el de Colombia, a la cual el diferencial de precios le significa 2,5 billones de pesos al mes, pero no es el único. Las protestas recientes en Panamá, Ecuador y Perú confirman que este es un verdadero dolor de cabeza sin solución ideal, algo que sabe el equipo que inicia labores el próximo 7 de agosto.
Un riesgo siempre presente es el atrincheramiento en una izquierda más radical y populista. Moisés Naím advierte sobre el peligro de “la necrofilia ideológica, junto con la indetenible reverencia, entusiasmo e idolatría a ideas y políticas que siempre terminan mal”.
Para excusar su inefectividad, más de un gobernante tratará de usar la prestidigitación o magia aplicada a la política. El respetado columnista trae a colación la impresión de dinero en Argentina que causa inflación o la tendencia a “redactar leyes y constituciones cambiadas para ‘ayudar a los pobres’, llenas de cláusulas que prometen y garantizan derechos a los ciudadanos, pero que son débiles en cuanto a las obligaciones y deberes cívicos”.
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Aun así, frente a la tormenta perfecta que significa responder a los electores en medio de un espacio fiscal muy reducido y con pocas posibilidades de endeudarse más, el desenlace previsible es la pérdida de popularidad. Lo sucedido con Castillo en Perú o Boric en Chile “demuestra que, si los nuevos gobiernos no cumplen rápidamente con las expectativas elevadísimas del pueblo, perderán pronto el apoyo”, dice Michael Stott.
Y aquí lo que se pondrá a prueba es la fortaleza de los valores democráticos. Analistas como Oliver Stuenkel –profesor en la Fundación Getulio Vargas en São Paulo– afirman que “es probable que la segunda marea rosa sea de corta duración y más turbulenta que la primera, un reflejo de un ambiente global mucho más hostil”. Cuando llegue el momento habrá que ver si los latinoamericanos regresan al color previo o deciden ensayar tonalidades adicionales con todos los interrogantes que ello significa.
RICARDO ÁVILA PINTO
Especial para EL TIEMPO
@ravilapinto
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