El exhabitante de calle que logró convertirse en abogado – Bogotá

Cada vez que Juan Luis Castellanos Sierra, de 59 años, recuerda la primera vez que vio a una persona muerta, se le remueve algo por dentro. Tenía solo cinco años y caminaba por un extenso potrero que años después se convertiría en el barrio Primavera. “Esa era la vida aquí”, dice sobre aquella situación que años más tarde sería una constante.

Pero más allá de este episodio perturbador, la historia de Juan Luis no es como la de otras personas que terminan habitando la calle. Su niñez, de hecho, estuvo plagada de buenos momentos. Sobre todo, recuerda el amor de sus padres hacía él y sus tres hermanos.

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No íbamos con la intención de trabajar, sino de consumir, y allá la situación era un poquito más pesada.

“Recuerdo que en la época en que empecé a consumir en los años 80, mi papá, con todo el amor del mundo, llegaba de la iglesia, me preparaba el desayuno y me lo llevaba a la cama. Sé que en ese momento él se preguntaba en dónde es que yo me la pasaba metido, pero yo sabía manipularlo muy bien y lo engañaba”, recuerda con tristeza.

En aquella época, el barrio Primavera, de Puente Aranda, era habitado por trabajadores del San Andresito de la 38, por lo que era común que los jóvenes prefirieran ganarse la vida allí antes de dedicarse al estudio. Otros, con menos fortuna, terminaban sumidos en el mundo de las drogas.

Sin embargo, el anhelo de Blanca Luisa y José Guillermo, padres de Juan Luis, era que él tuviera formación profesional que le permitiera tener un mejor futuro. Por ese motivo, hicieron un esfuerzo titánico para pagar la universidad de su hijo luego de que este se graduó del colegio en 1981, así como lo habían hecho con William y Martha, los hijos mayores.

Fue en aquellos años que su vida cambió para siempre. “Mi papá me regaló una moto para que pudiera ir a estudiar. Yo la dejaba guardada en donde un vecino que consumía y del que me hice amigo. Él vivía con su abuela y tenía una piecita y ahí nos la pasábamos metidos fumando”, cuenta.

En esos años apenas asistía a clase y en su sed por probar nuevas sustancias hasta viajó al Putumayo para conocer un laboratorio de producción de coca. “No íbamos con la intención de trabajar, sino de consumir, y allá la situación era un poquito más pesada. Nomás el primer día que llegamos a San Miguel habían masacrado a 14 personas por temas de narcotráfico”, narra.

Sus padres apenas sospechaban de sus conductas y eso le facilitaba perderse por varios días. “Yo les decía cualquier cosa y los convencía. Ellos y mis hermanos confiaban mucho y por eso me da tanta tristeza pensar en esos años”, agrega. Dice que su familia se enteró de su secreto 10 años después de que se fumara su primer cigarrillo de marihuana.

Habitante de calle

Espera tener su propio bufete de abogados en el futuro.

Foto:

Camilo A. Castillo / EL TIEMPO

Cuando piensa en sus amigos de juventud no da nombres. Juan Luis reconoce que terminó consumiendo y pasando largas jornadas en la calle por sus malas decisiones.
También se hace responsable de su decisión de robar personas, acción por la que terminó cuatro meses en la cárcel. En su estancia en prisión era su padre quien le daba dinero para que pudiera comer bien y fue él mismo quien pagó la caución.

Para el año 1994, su familia fue de nuevo al rescate. Un día mientras cruzaba una calle fue arrollado por un vehículo. Fue su hermano William, médico de profesión, quien no dejó que le amputaran su pierna, casi destruida luego del accidente.

Cada una de esas acciones desembocó en su etapa más oscura: aquellos años en los que solía deambular por las calles del antiguo ‘Cartucho‘ y en los que conoció la degradación humana.

“Las familias abandonaron sus casas y allí empezaron a abrir sitios para que las personas metieran vicio. A mi poco me gustaba encerrarme porque me daban ataques de pánico, pero las cosas que pasaban allí eran terribles: asesinatos, riñas, salían carros de valores llenos de plata y todo eso en las narices de las autoridades”, cuenta.

Y así se le pasaban las semanas. Dice que cada vez que llegaba al cartucho su ropa era reemplazada por harapos que los jíbaros le entregaban. Cada 15 días volvía a su casa y sus padres, convencidos de que podían cambiarlo, lo volvían a recibir. Se bañaba, se ponía ropa limpia, comía y de nuevo para la calle.

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El cambio de vida

Era un espacio más pequeño, nos tocaba dormir todos amontonados, pero era un sitio muy seguro para el que consumía, los expendedores no dejaban que a usted lo tocaran.

En 1996, Juan Luis empezó a adquirir conciencia. En ese año su mamá murió y cuatro años más tarde lo haría su papá. Ahora solo le quedaban sus hermanos: William, Martha y la menor, Claudia.

Con la llegada del nuevo milenio el negocio evolucionó y encontró un nuevo sitio en donde afincarse: la ‘L’.

“Era un espacio más pequeño, nos tocaba dormir todos amontonados, pero era un sitio muy seguro para el que consumía, los expendedores no dejaban que a usted lo tocaran”, dice.

Así pasaron otros 15 años. Fue en abril de 2015, después de asistir durante seis años a centros de ayuda para habitantes de calle y consumidores, que su vida dio un vuelco. Allí no solo tenía la posibilidad de bañarse y llevarse un bocado a la boca, también existía un programa de la Secretaría de Integración Social para que esta población accediera a programas de formación.

Juan Luis recuerda con especial cariño a Astrid Nieto, una facilitadora de la entidad que conoció su historia y lo apoyó desde el primer momento. “Tenía miedo”, cuenta. Le preocupaba su edad: ya tenía 53 años y muchas secuelas por el consumo de drogas.
Para Nieto no había pero que valiera. Se contactó con los hermanos de Juan Luis y entre todos movieron el cielo y la tierra para que retomara su carrera.

“Nunca es tarde. Mire, hagamos de cuenta que aquí va a comenzar una nueva etapa de su vida y que de aquí para atrás todo está olvidado”, le dijo Jesús Hernando Álvarez, quien en esa época era decano de la facultad de Derecho de la Libre.

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La universidad 

Habitante de calle

Hoy vive en la casa que sus padres le heredaron.

Foto:

Camilo A. Castillo / EL TIEMPO

En ese punto entró de nuevo en acción su hermano William, que en ese momento vivía en Estados Unidos. Él le ayudó a pagar su carrera. Sus hermanas le ayudaron a sacar de nuevo los papeles y ya no hubo excusas para el futuro abogado. Además, desde el Distrito también recibió apoyo a través de la Secretaría de Integración Social y su programa ‘Sí se puede’. “Le agradezco en primer lugar a Dios, y luego a mis hermanos, nunca me han dejado solo”, afirma.

Para Juan Carlos volver a las aulas fue casi como viajar en el tiempo. Todo había cambiado y los vagos recuerdos de su formación en los años 80 eran obsoletos para aquel 2016. “Todo lo que sabía tenía como base la constitución de 1886; Colombia ya era otra”, dice.

Pero ni las largas jornadas de estudio, ni la virtualidad por causa de la pandemia o ese llamado silencioso que suele hacer renacer a los antiguos consumidores, lo hicieron desfallecer. Seis años después de volver a la academia logró graduarse de abogado tras realizar preparatorio, judicatura y segundo idioma en tiempo récord.
“Con el tema me quedaba mucho tiempo libre, así que puede dedicarme enteramente a eso (…). Además, siempre fui muy juicioso”, dice entre risas.

Hoy, mira hacia el futuro y se fija dos metas claras: ayudar a otras personas en condición de calle y convertirse en un abogado de prestigio. “El mensaje es que no hay que desfallecer, siempre hay una luz y lo que hace falta es mirar más allá. Y a los padres, que nunca dejen de apoyar a sus hijos. Yo estaré eternamente agradecido con ellos”, concluye.

CAMILO A. CASTILLO 


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