El infierno, purgatorio y redención de un empresario bogotano


“Bienvenidos, pasen, por favor, mi nombre es Humberto Rincón Anzola, para servirle a Dios, a Colombia y al prójimo”

Humberto Rincón Anzola, bogotano, 74 años, 1,85 de estatura, fenotipo europeo, ojos de aceituna y sonrisa amable con la que saluda a los feligreses de la iglesia San Juan de Dios, podría pasar en un largometraje como conserje de llaves del Palacio de Buckingham, espía de la KGB, vieja gloria de la selección de baloncesto de Ucrania o como Largo, el impertérrito mayordomo de Los locos Addams.

Sus buenas maneras inspiran confianza en el portón mayor del templo, también conocido como de San Judas Tadeo (calle 12, carrera 9ª), colosal obra del barroquismo español, legado de la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios, “símbolo de amor y caridad”, con el tiempo declarado monumento nacional.

Por estos días santos, el céntrico santuario es uno de los más frecuentados por la feligresía, y Humberto Rincón, el hombre más feliz de la tierra en su rol de misionero y predicador.

Dice que el templo es su refugio, su “casa adoptiva”, porque para pasar una noche cualquiera le basta un humilde camastro al lado de un fogón de leña en uno de los ranchos campesinos de las veredas de Paime, Cundinamarca, en sus correrías misioneras, o cuando regresa a Bogotá, en el modesto cuarto que le habilitó su padrino de confirmación en Las Torres Blancas de la calle 24 con carrera 4ª.

Es que Rincón Anzola se tomó a pecho su labor de mensajero de la fe, luego de pasar por una infancia tortuosa y a la deriva, la calle como escuela de los duros, las tentaciones del mundo y la carne, la riqueza a manos llenas como empresario, la quiebra consecuente por ingenuidad y descuido, hasta quedar, en edad madura con lo que de ropa lleva puesto, y la biblia de los franciscanos, el catecismo de Juan Pablo II y el diario de la Santa Faustina para sus votos de amor y misericordia.

Pobreza y tragedia

En vocablos crudos, Humberto fue de los pelafustanes de cuadrilla que se colinchaban en troiles, buses y camiones, mendigaban en panaderías y restaurantes, dormían bajo los puentes de la 26, en los matorrales del caño Arzobispo, o en cualquier lote baldío, donde les cogiera la noche; y en mañanas soleadas chapoteaban en la pila de La Rebeca.

El desamparo, como en la mayoría de familias fracturadas, le tocó en el florecer de su infancia, producto de un padre hábil con la manufactura de muebles, pero desordenado con las finanzas, añadido a su afición por la botella.

“Fueron escasas las veces que vi a papá en sano juicio. Ganó mucho dinero, pero nunca compró un metro de tierra. De cantina en cantina conoció a “Titina”, mi mamá, bella mujer, a quien comparaban con María Félix, el amor tormentoso de Agustín Lara. Mamá trabajaba como copera en los cafés del centro.

¿Y sabe cómo la enamoró? Se las dio de rico y sacó en arriendo un ‘casonometro’ en El Lago, uno de los sectores pipiripao de esa época. La unión de los dos duró lo que duramos los cuatro hijos en nacer y medio criados: 7 años. Doña “Titina” arrancó con nosotros para Tudela, una inspección de Paime, donde mi abuela. Allá puso una venta de cerveza.

Nos levantamos viendo borrachos y peleas, porque ese pueblo, enclavado entre cuatro montañas, era un moridero de la violencia bipartidista, donde se agarraban a machete por cualquier pinta roja o azul, o por hablar más de la cuenta en medio de la borrachera.

En Tudela, mamá quedó embarazada de una niña que el destino quiso, que cuando fuera mujer hecha y derecha, le lloviera la plata. Un día, a mamá le dio por regresar a Bogotá y a los cuatro varones nos dejó al cuidado de mi abuelita. Ella se fue con la chiquita a seguir trabajando como copera. Después mandó por nosotros.

Pero fue peor el remedio que la enfermedad. Mi mamá se volvió muy violenta. Aquí tuvo otros dos hijos. Era insoportable vivir en condiciones de extrema pobreza y de maltrato. Con mi hermano Luis, que fue con quién más congenié, nos fuimos a buscar a papá, y lo encontramos en una situación lamentable: reducido a una pieza en Los Laches, entre la suciedad y el abandono.

Entonces, con mi hermanito, preferimos la calle, la gaminería, con todos sus riesgos y peligros. Recorriendo pavimento sin rumbo, pidiendo comida o esculcando en la basura, y durmiendo donde nos venciera el sueño.

Luis terminó en un parche de viciosos aspirando gasolina. Una noche, en un lote del barrio 7 de agosto, donde dormían, alguien encendido un fósforo y mi hermano resultó con quemaduras de tercer grado, de los hombros para abajo. Los muchachos corrieron a donde los curas de La Porciúncula a pedir ayuda. Lo llevaron al hospital Lorencita Villegas. A los 12 días falleció. No tenía más de 10 años”.

De gamín a empresario

Humberto Rincón frena en seco su desgarrador relato y su mirada verde olivo queda enjuagada en sollozos. “Disculpe –prosigue–, esos golpes tan fuertes se van con uno a la sepultura. Por la muerte del hermanito sobrevino una revelación a través de los seminaristas franciscanos de La Porciúncula. Ellos tenían un programa para proteger a niños y adolescentes de la calle.

“El plan era un convenio de los seminaristas con la reina Yolanda Pulecio (madre de la política Ingrid Betancourt), conocida como Mamá Yolanda, por los albergues que lograba para dar techo a niños y jóvenes abandonados. Eran residencias cómodas con servicio médico, psicológico, nutrición y educación en alianza con el Sena y el Colegio Camilo Torres.

“A mí me tocó en un alojamiento de la calle 76, una cuadra abajo de la Caracas, y en la Concentración República de Panamá me pusieron a repetir el quinto de primaria que había quedado trancado en Paime. Por los exámenes psicológicos que me hicieron, me vine a enterar de que yo sufría de dislexia. Pasé el quinto de primaria con muchos esfuerzos, y me consiguieron un cupo para cursar bachillerato en el Camilo Torres. Por esas fechas, los seminaristas de La Porciúncula nos llevaron a la iglesia de La Granja, pero en plan de un adoctrinamiento.

“Era nada más ni nada menos que la ideología de Camilo Torres, el cura Pérez y Domingo Laín. Los seminaristas se habían vuelto subversivos y estaban reclutando jóvenes para crear una célula guerrillera. Me pareció insólito que, después de habernos educado bajo los preceptos de la fe, los estudios bíblicos y la catequesis, nos fueran a echar para el monte. Como me rehusé, me echaron”.

Infierno y redención

Lo que vino después para Humberto Rincón es un relato folletinesco entre la precariedad, el rebusque, la fortuna, el vicio, la quiebra y el servicio a la iglesia. Fue cuidador de automóviles, lustrabotas y lotero de cafés, y ajedrecista de la escuela del desaparecido Club Casablanca.

Confirma que, con las fichas, inexplicablemente llegó a ganar en apuestas grandes sumas de dinero, y que con el fortuito recaudo abrió un negocio de muebles, primero en Bogotá, después en Armero, y por último en Ecuador, donde se casó, tuvo tres hijas y vivió 27 años. Con la bonanza de la mueblería generó empleo y forjó un valioso patrimonio de bodegas, casas, apartamentos y, lo más importante, la profesionalización de sus hijas.

Iglesia de San Juan de Dios, en el centro.

Foto:Ricardo Rondón

Pero confiesa que por ser enamoradizo comenzó a descoserse su matrimonio. Asumió la paternidad y crianza de 11 hijastros de varias mujeres, y en los engorrosos trámites de separación y repartición de bienes solo le quedó un taxi.

En la soledad y la ruina, su descenso a los infiernos fueron las canteras del basuco. “Nunca fui borracho como lo fue papá. Mi primera cerveza me la tomé a los 30 años”, se lamenta Rincón, quien tocó fondo en las ollas y fumaderos del barrio Santa Fe.

“Mi hermana, la pudiente, pagó para que me ‘secuestraran’ en un carro y me llevaran a un albergue en Álamos. Dizque un centro de rehabilitación, pero eso era una pocilga donde maltrataban y sedaban a los enfermos. La comida era horrorosa. Si uno no se moría ahí, resultaba loco. Yo me volé a tiempo.

“Lo que le estoy contando se lo debo a dos ángeles de la guarda que se cruzaron en mi torcido camino: el párroco de la iglesia Santo Cura de Ars, de La Fragua, y el prefecto de la iglesia de San Juan de Dios, en el centro. A través de la oración, el arrepentimiento y la concientización me rescataron de los tenebrosos abismos del vicio y la degradación.

 Yo era un esqueleto forrado en piel, un ser irreconocible. Por abusar del vicio estuve cuatro días infartado. Casi me voy… pero la Divina Providencia me dio una segunda oportunidad.

“Hoy soy un siervo entregado a Dios Todopoderoso. Luego de haber acumulado riquezas materiales, no tengo más que la ropa que llevo puesta. Pero vivo lleno de gozo porque soy inmensamente rico con la misión evangelizadora. No recibo propinas ni prebendas por compartir la palabra y orar por los enfermos, los descarriados, las almas extraviadas. Me sostengo con un millón de pesos mensuales que aporta una hija. Paso la mayor parte del día en la iglesia, donde se programan ocho misas por día. Me dan el almuerzo.

 Colaboro en los oficios, recojo las ofrendas, leo las epístolas, limpio imágenes y atiendo las peticiones y rogativas de los fieles, la mayoría por enfermedades, conflictos familiares, emergencias económicas o adicciones de licor y vicio.

Me duele porque yo viví ese infierno, del que solo se puede salir con oración, fuerza de voluntad y arrepentimiento. No hay clínica de rehabilitación que valga si no existe fe y devoción de por medio. El que nos libra de esos apuros es Dios Todopoderoso. El resto es plata perdida o superchería. Recomiendo el salmo 51, y una plegaria que me fue revelada por la gracia del Espíritu Santo. Dice así:

‘Señor Dios, tú que eres el que es, Jesús, hijo del Padre, Espíritu Santo, que cobijas nuestra existencia, te pido de todo corazón, obra en nuestros pensamientos y en nuestro ser. Acrecienta nuestra fe en ti, cúbrenos con tu gracia, y concédenos la sabiduría de entender, comprender y predicar tu palabra. Amén’ ”.

Humberto Rincón advierte que debe ir a coordinar y confirmar los voluntarios para la ceremonia del lavatorio. Que si necesito preguntar algo más lo llame o le escriba. Su figura espigada se desplaza con parsimonia por los pasillos recién encerados de las imponentes naves cercadas de primorosos retablos que enmarcan frescos de arte religioso español de los siglos XVII y XVII. Al fondo, la imagen de San Judas Tadeo, por donde se pierde el empresario redimido que quedó para desempolvar vírgenes y vestir santos.

RICARDO RONDÓN CHAMORRO

Para EL TIEMPO

En X: @PacoApostol



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