En las últimas horas hubo dos puntos distintos sobre la mesa del viaje a El Tarra del presidente Gustavo Petro. El ministro de Defensa, Iván Velásquez, creía que, por precaución, el mandatario debería abstenerse de ir allí y, sobre todo, teniendo en cuenta el ataque a bala contra su avanzada de seguridad. Sin embargo, al final, se impuso la decisión del primer mandatario de hacerlo.
No se trata de un acto de terquedad. Sino de un mensaje de profundo contenido político para su gobierno: No puede haber territorios vedados para ningún colombiano. Esa es, precisamente, una de las aristas de lo que él llama la “paz total”. Los armados ilegales no pueden imponer sus condiciones sobre los civiles.
Su iniciativa, sin embargo, choca con lo que pasa en aquellos territorios, como El Catatumbo, en donde los violentos se mueven como pez en el agua. Allí operan todas las organizaciones ilegales que existen en el país. Y con la coca que les da el combustible para sus acciones.
El Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos (Simci) de Naciones Unidas detectó en 2020 40.084 hectáreas sembradas con matas de coca en Norte de Santander, lo que constituye la mayor concentración de narcocultivos del país y del mundo.
De manera extraoficial, las autoridades calculan que hoy en ese departamento se encuentran entre 45.000 y 50.000 hectáreas con matas de coca.
“Yo pasé la frontera porque aquí pagan bien, las oportunidades laborales son pocas y la economía gira entorno a cortar la hoja, lo que se conoce como raspachín, uno se gana entre 40.000 o 50.000 pesos diarios, que para uno viniendo de Venezuela es una fortuna”, señaló un joven a este diario.
Ese potencial para la producción de la pasta base de coca o el clorhidrato de cocaína es el que hace de esta región un territorio en permanente ebullición. Su producción se la disputan las redes de narcos como las disidencias del frente 33, el Eln, lo que quedan de ‘los Pelusos’, facciones del ‘clan del Golfo’ y el arribo silencioso de los carteles mexicanos.
Por eso en el nororiente del país nadie está a salvo de sufrir la violencia. Así, por ejemplo, el helicóptero presidencial -en el que viajaba en su momento el mandatario Iván Duque, dos de sus ministros, miembros de la cúpula militar y autoridades locales- es atacado con disparos cuando se aproximaba a Cúcuta, capital de Norte de Santander, procedente de la localidad de Sardinata, en la región del Catatumbo; dos menores de edad son asesinados tras haber sido secuestrados ante la vista de los inermes ciudadanos que vieron cómo se los llevaban por estar robando en un centro comercial.
“Aquí la guerrilla siempre dice que ellos se encargan de los ladrones, aquí no hay perdón para los atracadores, por eso les ponen carteles cuando los matan. Ese es el mensaje que dejan a la comunidad para que nadie más se atreva a robar”, narra una habitante de Tibú, uno de los municipios que compone esta región.
“Esa posición estratégica, clave para el intercambio transnacional, así como la riqueza de sus tierras han sido el motivo de la ambición de los diversos grupos armados que han hecho presencia histórica en la región, para tratar de controlar estas rutas, pero también lo que se siembra. Tanto las guerrillas de las FARC, el EPL y el ELN, así como los grupos paramilitares. Según el RUV (Registro Único de Víctimas) a través de formas inimaginables de la violencia, estos actores han dejado a su paso más de 130,600 víctimas”, dice un informe en el que participó la Friedrich Ebert Stiftung Colombia (FESCOL).
El asesinato de líderes sociales que luchan contra los fenómenos ilegales es también una constante. De ahí, el enorme desafío para devolver la tranquilidad a esta región que, en contraste, es de un verdadero paraíso geográfico por su imponente naturaleza.
Por estas razones, Petro decidió ir.
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