“¡Sobreviví!”, esa palabra se ahogaba en mi cabeza mientras miraba el techo blanco que tenía encima. Lo vería sin pausa durante los siguientes 60 días, luego de sobrevivir a estrellarme de frente contra una tractomula, cuando iba en mi moto en la vía La Línea.
Abrí los ojos al tercer día. En ese instante no lo sabía, pero mientras estuve inconsciente fui trasladado a tres hospitales. Me tuvieron que operar cuatro veces para estabilizar mi cuerpo e intentar acomodar un par de los muchos huesos rotos.
Al despertar se me abarrotaron las angustias y dolores de los últimos minutos que recuerdo antes de perder la conciencia, pero fui salvado por mi familia. Aún tengo la imagen presente de los cuatro: mi papá, mi mamá y mis hermanas entrando a la habitación del hospital con una pequeña torta por mi cumpleaños. Era la celebración número 27.
Me gradué de ingeniero industrial de la Universidad Distrital y hace un año, el 26 de mayo de 2017, pasé el peor momento de mi vida. Me accidenté cuando iba de Bogotá a Pereira junto a Ángela, mi novia, quien murió esa tarde.
La rodada
El día anterior, cuando estábamos en Bogotá, ella se quedó en mi casa, pero extrañamente no pudo dormir, se levantó varias veces en la mitad de la noche. Nunca supe qué fue lo que no le permitió conciliar el sueño. Yo, por mi parte, me desperté ansioso: tenía todas las expectativas puestas en las 8 horas de viaje que se venían.
Desde hacía una semana, Ángela había planeado todo para que estuviéramos en Risaralda. Era el regalo que me iba a dar por mi cumpleaños 27 y, de paso, me presentaría a su hermana Johanna. En los siete meses que llevábamos de novios, solo me había dicho cosas buenas de ella.
Estar juntos me hacía feliz. Era compartir con esa persona con la que sientes que te complementas en cada aspecto, que no cambiarías nada y en el que todo fluye acompañado de un amor absoluto. Ángela estaba siempre llena de serenidad, era alegre, curiosa, inteligente, le encantaban los animales y era sensible con muchos temas. No dejé nunca de aprender de ella.
Nos conocimos en la universidad, entramos a estudiar la misma carrera, pero, curiosamente, no me caía bien. A los dos semestres, ella se pasó a estudiar Administración Ambiental. Y así, sin más, dejamos de vernos. Solo las pocas veces que fui a la sede donde ella tenía clase me la cruzaba. No fueron más de cinco, en todos esos años.
Nos empezamos a hablar nuevamente por las redes sociales en 2016. Cuando yo regresaba de andar con mi moto de un viaje hasta Ecuador, prometimos vernos en el Parque San Agustín, en el Huila. Pasamos casi toda la semana juntos y al regresar no paramos de vernos. Nos enamoramos completamente.
Ese viernes, cuando planeábamos llegar a Pereira, arrancamos en la moto a las 8 de la mañana. El día era perfecto, el sol ya se posaba imponente en el cielo y daba muestras de que nos alumbraría durante toda la jornada. El recorrido iba como lo pensaba, sobre las 10 a. m. ya cruzábamos la ‘Nariz del diablo’ y unos kilómetros más adelante paramos a hacer las llamadas de rutina a la familia.
Y seguimos el camino, la temperatura ya era alta; por eso, en Melgar decidimos parar una vez más: nos quitamos las chaquetas y me acerqué a ella, le di un beso, me abrazó, sonrió, sonreímos y continuamos andando.
26 de mayo
Todo era vía, árboles y montañas que se iban alineando de a poco en el paisaje dibujado por las curvas, cuando pasó el accidente. Solo tengo en la memoria el sonido incesante del metal chocando contra el asfalto. Ver la moto desde el lado izquierdo, lejos de mí, sacando chispas y gasolina. Todo, entre los 15 segundos en los que me arrastró la tractomula.
En esos segundos eternos se me cruzaron cientos, cientos y cientos de imágenes. Como un recuento no solicitado de personas y experiencias vividas. Solo cerré los ojos y pensé el final. Cuando frenó a pocos centímetros de mi cabeza, creí que no era real. No podía estar pasando. El piso ardía debajo de mí y yo con él, las manos estaban quemadas, la falta de aire se mezclaba con el dolor aplastante en el pecho. La pierna izquierda quedo atrapada bajo la llanta, traté de moverla, sacarla. Intenté salir, pero no pude.
Me golpea la realidad, me viene a la cabeza Ángela, el viaje, la moto, el accidente. La empiezo a llamar y de a poco la gente que comienza a llegar me dice que no lo haga más.
Como pudieron me sacaron, me faltaba el aire, la visión era borrosa y comencé a no sentir nada. Ahí escuché la sirena de la ambulancia, fui ubicado boca arriba y sentí paz. Miré el cielo y el sol seguía imponente en un cuadro de inmenso azul. Me pasó un pensamiento por la cabeza: al menos era un bonito día para morir.
Lo último que sentí fue la camilla entrando a la ambulancia. No supe más.
Despertar
De ahí fue todo una lucha contra el tiempo, me llevaron primero a dos hospitales, entre estos el Santa Lucía de Cajamarca, para intentar estabilizarme. Me transfirieron esa misma tarde al Federico Lleras Acosta, de Ibagué, para hacer varias cirugías de emergencia. Tenía una fractura de libro abierto en la pelvis, el hueso iliaco quedó en tres partes, la rodilla destrozada, una herida grave en el abdomen y lesiones abiertas en toda la piel. En total, me han intervenido siete veces y quedan entre 1 y 3 más pendientes.
De la noche del sábado recuerdo la voz lejana de mi papá. Sus palabras sonaban en mi mente adormilada por la fuerte dosis de morfina. Sentí sus súplicas, aún están intactas en la cabeza: “Estoy cogido de tu mano y no nos vamos a soltar hasta que uno de los dos no esté, y aún no es el momento”.
Es mi recuerdo más claro de esos instantes. Ese periodo de tiempo está casi desaparecido de la memoria, solo quedan los remembranzas de un sueño largo, que era a la vez angustiante para mis familiares y amigos, quienes no sabían a ciencia cierta qué iba a pasar conmigo.
En las memorias de esos días están las palabras lejanas de mi mamá y de mis hermanas Laura y Dana. Solo me pronunciaban frases de fuerza, decían que tenía que mejorarme, hablaban de la pierna. Todo el tiempo: la pierna.
Así pude saber vagamente que estaba en peligro la extremidad que había quedado atrapada. Yo, para ese instante -en ese lugar perdido del cerebro en el que aún quedaba un poco de conciencia-, la daba por perdida, pensaba que me la habían quitado.
A las 6 p. m. del domingo, 28 de mayo, volví a abrir los ojos. La inmensidad blanca de la habitación y un silencio inundaron el instante. Solo emanaban sonidos, con un compás casi rítmico, las maquinas a las que estaba conectado.
Me pasó un pensamiento por la cabeza: al menos era un bonito día para morir.
Me di cuenta de que estaba vivo. El panorama era completamente revelador. Me encontraba en un hospital atravesando una tragedia que nunca pensé me tocaría a mí. Solo quería saber de ella, preguntar qué había pasado, soñaba con una noticia sobre Ángela. Era de lo único de lo que quería enterarme.
Al mover la cabeza, un tirón de dolor invadió abrumadoramente cada rincón del cuerpo. Ahí vi que tenía las manos amarradas. Luego me contarían que esa era la medida que habían tomado las enfermeras en los otros dos hospitales para evitar que me quitara los equipos que me conectaron.
Cuando levanté la mirada, mi familia ya estaba cerca de la puerta con la torta en las manos. Lloraron al ver que ya estaba consciente, la incertidumbre de los días pasados les daba un sosiego por verme despierto.
Mientras tanto, mis emociones dispares reinaban. Por un lado, agradecía tanto tenerlos a mi lado, los cuatro junto a la camilla eran un parte de tranquilidad en medio de todo lo que se me venía. Sabía al verlos que no estaba solo.
Pero un sentimiento inseparable de rechazo por todo lo que estaba pasando me llenaba. No me importaba saber de mí, ni las cirugías, ni la recuperación. Buscaba solo respuestas a lo que nos había sucedido, porque pasó lo más injusto que podía ocurrir: que ella ya no esté.
Aprender a empezar
En el hospital, mi familia fue la que me tuvo que confirmar esa noticia que yo esperaba no fuera cierta. Ángela había muerto y el dolor de su ausencia fue aplastante. Muchas veces, casi inmanejable, pero entendí que lo que ella hubiera esperado de mí es que no me rindiera.
En el Federico Lleras Acosta estuve internado por dos meses, milagrosamente menos tiempo del que habían planeado los médicos para la primera parte de mi recuperación. Esas ocho semanas tenía una sola idea en mi cabeza: fortalecerme mentalmente para sacar adelante la evolución física y así fue. A mi llegada, habían programado que al menos pasara 15 días en la Unidad de Cuidados Intensivos, pero solo estuve cinco.
Mi motivación se alimentaba en pensar cuál era el siguiente reto que iba a superar: ya en piso, quería que me dieran de alta, una vez afuera pensaba en pasar de la cama a la silla de ruedas, y de ahí al caminador.
En ese cuarto de hospital, el dolor fue un constante huésped. Los primeros días no podía tomar ni un sorbo de agua. Laura, mi hermana, encontró una manera para saciar mi sed. Mojaba paulatinamente un pequeño trapo y untaba mis labios con las gotas.
Le encontré valor a todo: a la enfermera que llegaba con una sonrisa, al mensaje que alguien me enviaba, el poder dormir gran parte de la noche. Esas pequeñas acciones las disfrutaba al máximo. A mis ojos eran alicientes gigantes que me servían de insumo para no rendirme, para no sentirme absolutamente sin nada: sin la mujer soñada, sin salud, sin movimiento.
En esta parte lo que menos importaba era el camino ya transitado, lo que había logrado, los proyectos, el título profesional. Se hacían minúsculos ante la sola idea de mantenerme vivo y con fuerzas para salir.
Me encontraba en un hospital atravesando una tragedia que nunca pensé me tocara a mí
Cuando me dieron de alta en el hospital, nos quedamos con mi familia 15 días más en Ibagué con el fin de que la cirugía en la cadera evolucionara un poco más para aguantar las horas de viaje hasta Bogotá. Empecé con metas fijas, me propuse primero acostarme de lado. Ese techo blanco sobre mí como único panorama, en tantos días, ya me estaba enloqueciendo.
El tener que quedarme quieto, sin otra forma de pasar los días sino acostado boca arriba me estaba haciendo salir de control, me imaginaba cosas, se me venían algunas imágenes. Por eso, el intentar moverme fue mi primera tarea. Dolía mucho, pero lo hacía por tiempos, me giraba para acostarme hacia un costado, respiraba profundo.
Intentaba hacerle terapia a mis pulmones, que de a poco iban recuperándose satisfactoriamente. Me sentaba y, en la medida de lo posible, inhalaba y exhalaba. Me mareaba, me ponía morado, tambaleaba, me caía, pero lo intentaba hasta que aguantaba. Así, una y otra vez. Mi mayor logro antes de irme de Ibagué fue estar dos horas sentado.
En esa ocasión estuve en una silla de ruedas. Me llevaron nuevamente a la calle, a ver un poco de la ciudad en la que ya completaba decenas de estadías, pero que poco conocía. Disfruté poder ver otro paisaje. Me propuse esforzarme en la pierna izquierda y la cadera. Avivé mi fuerza mental, ejercité mucho la mente y el corazón.
La fisioterapeuta me dijo que en cerca de un año, más o menos, iba a poder a empezar a caminar. Aún así, cuando ya me pude parar solo duré 8 días en la silla de ruedas y pasé al caminador. No hacía más sino ir y venir, con pasos cortos, sin más empeño que el de avanzar algunos metros. Me mentalizaba, me esforzaba en mover los pies, en irme recuperando paulatinamente de todo lo que había perdido. Conté en cada instante con la base, mi familia, por ellos estoy acá. Si no los hubiera tenido, no sé dónde estaría.
Cuando ya pude pasar a las muletas, caminé alrededor de 30 metros y no pude avanzar más, para el siguiente día la cifra llegó a 50 mts; para el tercero me fije llegar hasta el restaurante cerca de la casa. Al terminar la siguiente semana ya calculaba las metas en 7 y 10 cuadras. Así como había días en los que gastaba todas mis energías en avanzar unos pasos más allá, estaban otros en los que solo descansaba, intentaba recuperarme de todo el desgaste físico. Más o menos por cada jornada de ejercicio paraba otras dos. Terminaba rendido, cómo si hubiera corrido una maratón; y así ha sido hasta el día de hoy.
Aunque hay momentos en los que me siento completamente devastado, en los que la extraño tanto que siento que no puedo aguantar su ausencia y pienso en irme con ella, pero sé, también, que no sería capaz, no podría rendirme después de todo, por mi familia y por Ángela.
El 31 de diciembre fue el día más duro desde el accidente y el que con más desconsuelo he vivido. Esa fecha era nuestro plazo máximo para irnos a vivir juntos; de ahí, dependiendo de cómo fueran las cosas, nos casaríamos este año. Esos 7 meses que pasamos juntos fueron los mejores, cada día era una apuesta más para nutrir lo que construíamos.
Nuestra conexión era tremenda, asombrosa. De diferentes maneras era perfecta para mí, nos entendíamos como si nos conociéramos de vidas atrás. Me sorprendían tantas cosas de su personalidad, me atrapaba su inteligencia múltiple; su promedio en la universidad, en donde estudiamos juntos unos semestres, era ejemplar; era buena en los deportes, sus capacidades artísticas siempre me encantaron, así como su habilidad musical. Sentía que todos los días me enseñaba algo nuevo y nos complementábamos así.
Sin importar lo que hubiera pasado, le agradezco a Dios y al destino el que Ángela me hubiera cambiado la vida en tantos niveles, el haber vivido la relación de ensueño cuando estuve junto a ella. Volvería a vivir todo a su lado.
La meta más grande
Para la recuperación física sabía que tenía que estar todo el tiempo moviéndome. No me podía quedar acomodado en la cama esperando la ayuda de alguien; por eso, solo duré ocho días en la casa de mi mamá, a donde llevaron todas mis cosas del lugar en donde vivía solo, antes del accidente.
Necesitaba estar, en cierta medida, “de arriba para abajo” y así lo hice. He estado de visita por toda Bogotá. Fui donde mi abuela, mis tíos, muchos amigos y otros familiares. Desde entonces he estado en unas 10 casas diferentes. Busco estar en espacios distintos para no caer tan fuerte, haciendo cosas que normalmente no hago, viviendo un día a la vez, porque no hay un tiempo, ni un momento exacto para sanar completamente.
Por eso, fijarme metas ha sido mi as bajo la manga. Mi primera gran tarea era la de ir caminando a hablar con la mamá de Ángela. El día anterior a su muerte, habíamos estado en su casa, despidiéndonos y tenía que ir a ponerle la cara. No tenía ni idea de qué le iba a hablar, duré muchas noches imaginando qué palabras serían las primeras que le diría. El hecho de no poder estar presente con ellos después de todo lo que pasó y no estar en su entierro me dejaba un vacío inmenso en todo el duelo.
Me dibujaba en la cabeza la imagen entrando en muletas a la casa de ellos. Y eso, en parte, me motivaba a practicar día tras día en volver a caminar.
Antes de esa visita, fui al lugar donde están las cenizas de ella en el cementerio. La angustia y la desolación se hicieron presentes. Todo se materializó ahí, al ver su foto al lado del osario. Me abrumé en la zozobra de no saber qué fue lo que pasó ese día, en recordarla tres meses antes dándole un beso para montarnos nuevamente en la moto. Lloré, lo hice sin pausa, pero desahogándome de los dolores que me embargaron.
A los dos días, me encontré con la mamá de Ángela. Su abrazo y las palabras que dijo al verme las guardo celosamente en mi memoria. Me miró a los ojos y me dijo: “perdí una hija, pero gané un hijo”. Desde ese momento, no he dejado de contar con ellos. Me he sentido amado por todos: sus papás, su hermana, su prima, sus tías, sus abuelos, se han convertido en un apoyo moral en todo este camino. Guardamos todos sus recuerdos y su energía, no nos permitimos olvidarla.
A su memoria
Y lo que es realmente difícil es no pensarla, por eso quiero hacer algo con el accidente para dejar un legado en su nombre. En Colombia, el índice de mortalidad en accidentes de tránsito con motos es muy alto. Mi historia se vive todos los días, esta experiencia se repite sin pausa en diferentes lugares del país.
Hace un año, cuando todo pasó, varios grupos de moteros se organizaron para ayudarme e hicieron una campaña con lo que sucedió ese día y quiero hacer lo mismo. Que personas que pasen lo que nos sucedió a los dos tengan la oportunidad de contar con el apoyo económico y moral que me dieron a mí. Y por supuesto, lo que queda, sobre todo, es sensibilizar con lo que puede ocurrir, porque la verdad, nadie está exento.
Y por eso, tal vez, ahora soy más agradecido con todo lo que vivo, por las cosas buenas y las cosas malas. Todo es un aprendizaje continuo en el que te impulsas para seguir avanzando y a hacerse campo en medio de la montaña rusa de emociones que te sobrepone de vez en cuando.
Me falta aún poder jugar fútbol. No lo había notado sino hasta ahora, pero andar de un lado para el otro con un balón siempre fue algo con lo que me desahogué en el pasado. Tengo pendiente ese partido.
Volver a viajar está, sin duda, en la lista de pendientes y creo que lo haré incluso antes del regreso a una cancha. Deseo continuar conociendo lugares, pero ahora voy con ella en mi memoria para seguir rodando la vida.
GABRIEL DÍAZ
*Este texto contó con la construcción periodística e investigación de MARÍA FERNANDA ARBELÁEZ MÉNDEZ (@mafearbelaezmen), periodista de ELTIEMPO.COM
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