“Huelen a cadaverina y siendo paisas hablan mal de su propia tierra; por eso no merecen vivir”. “Siguen ustedes, también los vamos a volar”. Esas son dos de las cientos de amenazas que recibieron los corresponsales de EL TIEMPO en Medellín a comienzos de 1990, cuando la guerra que le declaró Pablo Escobar al Estado no daba tregua.
Ser periodista en la capital paisa por aquella época significaba llevar una lápida en el cuello, pero era todavía más grave si se escribía para un medio capitalino. EL TIEMPO, de los Santos, y El Espectador, de los Cano, le hacían frente al Cartel de Medellín no solo con denuncias, también en sus páginas editoriales. Pero las amenazas no se quedaron en eso. Hubo asesinatos, como el de Guillermo Cano, secuestros, como sucedió con Francisco Santos, y bombas, muchas bombas.
Son lejanos los días en los que los periodistas contaban los muertos tras la explosión de los carros bombas y trabajaban en el anonimato ante las amenazas de muerte, como cuando los corresponsales de este diario, en 1990, tuvieron que abandonar la sede del tradicional barrios Laureles para irse a una oficina de contadores en el centro de la ciudad. O cuando los de El Espectador salían en patrullas escoltados de Policía para evitar ser asesinados.
“Los periodistas de todas las épocas tenemos cientos de historias para contar. Esta obra pretende rescatar del olvido un montón de ellas ocurridas en Medellín y Antioquia a finales de los ochenta y comienzos de los noventa. En ese complejo momento de la vida colombiana en el que este departamento se había convertido en un “laboratorio de la violencia”, como lo advirtió el diciembre de 1988 el gobernador Antonio Roldán Betancur, siete meses antes de ser asesinato por un carro bomba”, señala el periodista Juan Gonzalo Betancur, quien se dio a la tarea compilar 21 relatos de ya veteranos periodistas que cubrieron la época más oscura de Medellín.
Las narraciones, que son inéditas, hacen parte del libro Cronistas de tiempos salvajes, de la editorial Ícono, el cual ya está en librerías.
“Estos fragmentos de la cara oculta del periodismo de entonces los contamos ahora que como sociedad volvemos la vista atrás, en un ejercicio de memoria y verdad para dejar constancia de lo ocurrido”, agrega Betancur en la introducción de la publicación.
Entre quienes participaron se destacan las firmas de Jorge Iván García, excorresponal y subeditor de este diario en la capital de Antioquia, Carlos Mario Correa, excorresponsal de El Espectador, Wilson Daza (QEPD), exreportero gráfico de El Colombiano, Alonso Salazar, exalcalde de Medellín, quien fue periodista y Ana María Cano, cofundadora de La Hoja.
Las amenazas del cartel de Medellín a EL TIEMPO
En el caso de EL TIEMPO, por ejemplo, García relata que en 1990, cuando él ingresó al diario como redactor judicial, nadie quería trabajar allí ante las constantes amenazas.
“Como consecuencia de las amenazas, los periodistas Adriana Vega, Óscar Montes, quien era de Bogotá, y Ana Isabel Rivera, la practicante, renunciaron a seguir con la empresa. Pedro Nel Valencia (el editor) se quedó solo con el reportero Mauricio Correa, el reportero gráfico Luis Benavides Puche y Francisco José Fernández, encargado de deportes. Bajo estas circunstancias, para ningún periodista resultaba atractivo trabajar para un medio capitalino (…). Conociendo los antecedentes, no lo niego, me invadió el miedo al momento del ofrecimiento. Se trataba de reemplazar a uno de los amenazados”, relató el periodista. La clandestinidad duró hasta el secuestro de Francisco Santos, hijo del director Hernando Santos, cuando se tomó la decisión de no esconderse más.
Fue una época de contar muertos, de ensuciar los zapatos con sangre y lodo, contando muertos ajenos de una guerra que era ajena, pero con la que todos en la ciudad vivían: “En esos principios de los noventa, inciertos y trastornados, la presencia de la muerte era constante. Me apresuraba en contar los muertos antes de que me mataran a mí. Caminaba salpicado por la sangre y el lodo”, escribió García, quien recuerda que la primera masacre que cubrió fue el 26 de febrero de 1991 en el barrio Tricentenario, en el norte de la ciudad. Nueve jóvenes fueron asesinados.
La muerte de Escobar en diciembre 1993 no significó la pacificación de la ciudad y comenzó la guerra entre los herederos del narcotráfico, unidos con el paramilitarismo, contra las milicias guerrilleras.
“En ese despuntar del siglo XXI, todo había cambiado. Igual que un ciclo, pero siniestro, la violencia volvía a aparecer bajo otro ropaje. Ya el enemigo para los milicianos era otro. No eran los drogadictos o los ladrones. Tampoco fue clara su supuesta labor social a favor de las comunidades y su lucha por la reivindicación, el olvido social y abandono en que el Estado las tenía sumidas. Eran los paramilitares que incursionaban en los barrios extendiendo el terror que sembraron en los campos”, relató.
Los asesinatos en El Espectador durante la guerra del narcotráfico
Si bien EL TIEMPO sufrió, el diario de los Cano se llevó la peor parte. Su director fue asesinado y a la sede principal, en Bogotá, le pusieron un carro bomba. Los coletazos de esa otra guerra se sintieron en la capital paisa.
Y el narrador de esa parte de la historia es Correa, autor de ‘Las llaves del periódico’, un aclamado libro en las facultades de periodismo en el que relató el asesinato de varios de sus compañeros y cómo él era el encargado de guardar las llaves de la sede del diario capitalino en la capital paisa.
“En esos cuatro años de trabajar con El Espectador, yo cambié por completo, porque fui una persona por completo sola. Estaba aislado de la familia y también afectivamente, sin amigos, sin novia, sin amistades cercanas de nada, metido de lleno en ese tren de la vida. Por alguna razón, no le di trascendencia a lo que pasó en esos años y lo vi como algo normal que se me daba en la existencia”, escribió el periodista, quien hace varios años se dedica a la docencia.
La primera muerte en Medellín fue la de Martha Luz López, la administradora y encargada de publicidad, el 10 de octubre de 1989. Ese mismo día, asesinaron al jefe de circulación, Miguel Solar. En un primer momento no sabían que pasó, pero recibieron una llamada de un representante del Cartel quien les advirtió que debían comunicar a los Cano, en Bogotá, que eran los autores del crimen y era una decisión del
“Doctor”, como llamaban a Escobar en ese entonces. Les dieron, además, 48 horas para desalojar la oficina
En su relato para el libro, recordó cuando el Bloque de Búsqueda de la Policía dio de baja a Mario Alberto Castaño Molina, alias el Chopo, uno de los sicarios del cartel, y más cercanos a Escobar, lo señalaron de haberlo delatado y de incluso haber cobrado la recompensa de 100 millones de pesos.
“Cuando pasó lo del ‘Chopo’, uno de los dueños del local de abajo del edificio, una sastrería en la que también vendían trajes, dijo que yo había cobrado la recompensa de los 100 millones de pesos. Por eso me tuve que ir, dejar la oficina tres o cuatro meses y trabajar desde la casa de una hermana. El hombre regó el cuento de que yo era periodista de El Espectador y que era quien había delatado al jefe de sicarios”, escribió Correa.
Hay más relatos en este libro, y de todo tipo. Wilson Daza, quien falleció el 24 de octubre del 2024 -ya había entregado su texto- y es recordado por haber influido en la formación de varias generaciones de periodistas, escribió sobre el día cuando Escobar llevó a 24 periodistas a Cartagena. Rodrigo Martínez habla sobre la desgracia de reportar la muerte de amigos; Luis Alirio Calle sobre el día que fue con el Capo a la Catedral y Jorge Eusebio Medina recuerda cómo fueron las 50 horas continuas del cubrimiento radial de la muerte de Escobar.
No se equivoca Betancur cuando dice que “este es un relato plural contado no por uno, sino por un grupo de los verdaderos responsables de elaborar tal tipo de información en destacados medios de comunicación de la época. Tal y como se arma la imagen de un rompecabezas, el panorama se va revelando con cada historia”.
Pero el libro va más allá de los relatos y vivencias de estos reporteros, muchos ya retirados tras haber formado a quienes hoy están al frente de los medios en la ciudad. Cronistas de tiempos salvajes es también una clase de periodismo.
MATEO GARCÍA
Subeditor de Política